Mis queridos hermanos y amigos:
Sí, resucitó de veras quien es nuestro amor y nuestra esperanza: ¡Jesucristo, nuestro Señor! Resucitó de veras para no morir jamás. “Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta”. Así lo canta la Secuencia de la Misa Pascual.
El hecho de la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos está amplia y maravillosamente narrado en los cuatro Evangelios. Pablo lo testifica con una extraordinaria lucidez histórica y espiritual. El sepulcro en el que José de Arimatea había enterrado el cuerpo inerte del Maestro quedó vacío al tercer día después de haber muerto en la Cruz, de haber sido acogido en el regazo por su Madre Santísima y confiado por ella a ese amigo, “discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos”, que se lo había solicitado a Pilatos para darle sepultura. Él, con Nicodemo y otros discípulos, lo habían “vendado todo, con los aromas”, según las costumbres judías y depositado con exquisita devoción en un sepulcro nuevo (Cfr. Jn 19,38-42). ¡Aquel Cuerpo no conocerá la corrupción! “En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro”. Se encontraron con unos centinelas temblando de miedo y con un Ángel del Señor que les dice: “Vosotras no temáis, ya que sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: Ha resucitado como había dicho… y va por delante de vosotros a Galilea” (Cfr. Mt 19,1-10). A partir de ese momento se sucederán ininterrumpidamente las apariciones a sus discípulos –“a los testigos que él había designado” (Hch 10,41)– durante los cuarenta días que precedieron a su despedida definitiva en el día de su Ascensión a los Cielos.
¿Qué había ocurrido en aquel amanecer del primer día de una semana en la que la celebración de la Pascua judía en Jerusalén había estado dramáticamente marcada por la condena a muerte, la pasión y la crucifixión del que todos reconocían como el gran y misterioso Profeta de Nazareth, Jesús, hijo de María y del carpintero José, admirado y seguido emocionadamente por el pueblo y que había pasado haciendo el bien? Lo ocurrido trascendía infinitamente el marco concreto de las circunstancias de tiempo, de lugar e, incluso, a los actores de lo que había acontecido. Trascendía la historia misma. Dios había llevado a la culminación su obra salvadora con el hombre. Su Hijo, “hecho carne” para la vida del mundo, había triunfado sobre la muerte para que todos pudiéramos triunfar con Él. San Pablo expresará el significado de la Resurrección de Jesús con un sentido de profunda proximidad en relación con nuestro propio destino: “Pues si hemos sido incorporados a Él con una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya” (Rm 6,5). Es posible, ya no es ninguna utopía vacua o engañosa, sentir y vibrar con la esperanza de que nosotros podremos participar plenamente en la victoria de quien es “la Vida”: ¡Jesucristo Resucitado! Máxime, si ya hemos sido incorporados de hecho a Él por el Bautismo. “Si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Ro 6,5). Desde aquel primer Domingo de un nuevo tiempo para el hombre, el Domingo de la Resurrección del Señor, podemos vivir en verdad y de verdad porque podemos vivir en la Gracia de Dios: ¡en Dios! Lo que ha sucedido en ese primer Domingo de la nueva Pascua, renovándose año tras año hasta el final de los tiempos con la actualidad viva de la Liturgia Pascual, nos permite y capacita para aplicarnos a nosotros en el Domingo Pascual de 2014 lo que San Pablo decía a los cristianos de la primera Comunidad de Roma: “Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6,11).
La experiencia de la muerte tiene en el hombre como un punto o momento primero y neurálgico de referencia: su muerte física. Explicar su por qué y para qué se revela como imposible si la luz de la razón no se deja purificar y envolver por el resplandor de una luz más grande: por la luz de la fe. Más concretamente, si no se abre a la fe en Jesucristo Resucitado. No hay otra alternativa al Sí de nuestro entendimiento y de nuestro corazón a Jesucristo Resucitado que o bien la de la impotencia desesperada o bien la de la frustración escéptica. Iluminados por la fe reconocemos, primero, que la sede fontal de la vida reside en nuestro interior: brota del fondo del alma. Nuestra vida es, ante todo, vida del espíritu que conforma y configura nuestra vida corporal confiriéndole personalidad visible; y, en segundo lugar, que en la Resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios, hijo del hombre, la muerte del alma puede ser inmediatamente vencida por la victoria de su gracia, es decir, por la nueva Vida del Espíritu. Lo expresa luminosamente San Pablo: “porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (Col 3,3). Más aún, la propia muerte del cuerpo, su lento desmoronarse en la enfermedad y en el dolor, aceptado y asumido en Cristo y con Jesucristo Crucificado y Resucitado, se transformará en “paso” para la Vida gloriosa: en “paso” por el amor que nos va madurando interiormente para la vida eterna. Nos va madurando en su santidad y para la santidad. En el Domingo de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, ha quedado abierto y expedito el camino de la santidad: la vía auténtica de la transformación de las persona y de la sociedad: la única segura. Los que la andan persevante y fielmente son los verdaderos reformadores del hombre y de su historia: los que aman de verdad a sus hermanos, lo más necesitados, y se empeñan decidida y generosamente en la edificación de “la nueva civilización”, que Pablo VI denominada “Civilización del amor”. Son aquellos que desde el interior de la Iglesia la mueven e impulsan a ser consecuentemente misionera: portadora de la luz de la fe y de la esperanza en Jesucristo para la humanidad siempre doliente de cada época de la historia; también de la nuestra. Y, sobre todo, los que la invitan a mirarlo y a contemplarlo con la mirada de un corazón enamorado que le ama y que le quiere amar con todos y por todos los peregrinos del mundo en marcha hacia la eternidad gloriosa.
El próximo Domingo, nuestro Santo Padre Francisco canonizará en Roma a dos excepcionales Santos de nuestro tiempo: a los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. Este último conocido personalmente por la inmensa mayoría de los que vivimos hoy y somos hijos de la Iglesia en España y en Madrid. La Virgen Santísima, la Madre del Señor Resucitado, ella misma asunta al Cielo en cuerpo y alma, Reina del Cielo y de la tierra, les ha guiado y acompañado en el itinerario espiritual de sus almas con una entrañable ternura. Fueron “todo de ella”: ¡“Totus tuus”! Quiera María, la Madre de la gracia y del amor hermoso, “la Reina de la Vida”, Nuestra Señora de “La Almudena”, acompañarnos a nosotros con su amor maternal por las sendas difíciles de esta nuestra hora histórica. ¡Que sepamos aspirar a “los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios… no a los de la tierra” (Col 3,1-2)! Descansando en su cercanía maternal y en su intercesión, e imitando su gozo pascual, podremos ser con el “Aleluya” de nuestras palabras y de nuestras vidas los testigos y misioneros valientes y jubilosos de Jesucristo Resucitado que nuestro tiempo tanto necesita. ¡Seamos sembradores de la alegría del Evangelio!
Con mi deseo de una gozosa celebración de la Pascua del Señor Resucitado y con mi bendición para todos los madrileños.
¡Aleluya!
Amén.