EL DERECHO AL TRABAJO. Un bien imprescindible para el digno desarrollo de la persona y de la sociedad

Mis queridos hermanos y amigos:

Hemos celebrado un año más el día primero de Mayo como Fiesta del Trabajo y, en la Iglesia, como la Fiesta de San José Obrero. En el origen de la Fiesta del Trabajo o el día de los trabajadores, se encontraba un panorama social de la historia moderna de la economía, de la sociedad y del Estado caracterizada por la llamada “revolución industrial”. Una de sus consecuencias más problemáticas es lo que se conoce como la explotación de la clase obrera. El problema de una justa, buena y beneficiosa relación entre el trabajo y el capital se convierte en “la cuestión social” por excelencia del mundo industrializado de los siglos XIX y XX. ¿Era suficiente para resolverla el recurso a una política coherente y a un ordenamiento jurídico, inspirado y conformado por el valor de la justicia? ¿De qué justicia?: ¿una justicia entendida de forma pura y desnudamente contractual? Evidentemente, no. Era preciso ampliar los contenidos y el radio de expresión y de realización de la justicia en la firme dirección de la salvaguardia y promoción de la solidaridad entre las personas, las familias y el conjunto de la sociedad. La medida para que se logre una verdadera justicia social será la consecución del bien común, es decir, el bien resultante de la garantía de unas condiciones de vida que permitan el digno desarrollo personal de todos y de cada uno de los que forman la comunidad política. Entendida ésta no sólo como un Estado soberano, autosuficiente y encerrado en sí mismo, sino como cada vez más intensamente entrelazado e intercomunicado con la comunidad internacional: con todos los pueblos que comprende la familia humana. Superar la cuestión social y resolverla justa y solidariamente implicaba un desafío no sólo social, político e institucional formidable, sino también un reto moral y espiritual ineludible si se quería avanzar por la vía de la verdadera reforma y de la renovación auténtica de la sociedad moderna y contemporánea: ¡de nuestra sociedad! La responsabilidad de los cristianos, más aún, de la Iglesia respecto a la necesaria respuesta a esa dimensión profunda del problema, en el plano de la conciencia moral y de la conversión espiritual, fue asumida pronto por el Magisterio de los Papas del siglo XX y, por supuesto, del Concilio Vaticano II. Su aportación más constante y fundamental fue la de la consideración del trabajo humano y, por lo tanto, del derecho al trabajo como un bien básico y, consiguientemente, imprescindible para el desarrollo digno de la persona humana, inserta en una familia y en una determinada comunidad socio-económica, cultural y política. Ambas, familia y sociedad, con un futuro incierto, si no se promueven y abren las posibilidades de un trabajo digno para todos los ciudadanos capaces de ejercer una actividad justamente remunerada. No será posible hablar de justicia social y de solidaridad y menos de “caridad en la verdad” (Benedicto XVI) si todos los instrumentos y factores económicos, sociales y políticos, nacionales e internacionales (ya “globalizados”) no se empeñan en asegurar a toda persona capaz y dispuesta a trabajar la posibilidad de una ocupación digna: retribuida debidamente y regulada como vía apropiada para su desarrollo personal, libre y comprometido en el ámbito de la familia y de la vida social y cultural de su pueblo abierto a la cooperación internacional. O, dicho con palabras recientes del Papa Francisco, porque “no hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o «“un decoroso sustento”» sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que está destinados al uso común”. (EG, 192). En la actual situación de la economía mundial globalizada, sin regulación jurídica suficiente y exigente, para defender, promover y garantizar el derecho al trabajo, Benedicto XVI introduce un criterio de comportamiento ético, jurídico y político decisivo: el de que ha de darse el paso eficiente y resuelto a que “en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria”, sin “olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad”. Porque “esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo” (Caritas in Veritate, 36). En definitiva, una exigencia lógica de la experiencia cristiana de la vida como una respuesta de amor a un amor más grande: el de Dios que nos ha salvado por la muerte y resurrección de su Hijo.

Ante la dolorosísima realidad de tantos hermanos nuestros “en paro” y de tantas familias afectadas por el desempleo de los padres o de algunos o de todos sus miembros, la Fiesta de San José Obrero y su celebración en “tiempo de Pascua” nos interpela a los hijos e hijas de la Iglesia ¡a toda la Iglesia! a poner en práctica humilde y tenazmente su doctrina social sobre el trabajo: su valor trascendente para la persona humana, para la familia y la sociedad y, por consiguiente, su significado como derecho fundamental del hombre. Doctrina actualizada luminosamente por Benedicto XVI y nuestro Santo Padre Francisco. La caridad de toda nuestra comunidad diocesana se encuentra emplazada a ayudar a la solución del problema del paro que nos aflige tan persistentemente con un compromiso creciente y generoso. Ayuda inmediata a través de “Cáritas” en la medida de nuestras posibilidades personales, familiares e institucionales y a través de la implicación de todos en corregir todo aquello que impida y de alentar todo lo que estimule e incentive la creación de puestos de un trabajo digno por parte de los agentes sociales y económicos y del Estado o de la autoridad pública, es decir, por lo que San Juan Pablo II denominaba “el empresario indirecto” (Cfr. su Encíclica del 14 de septiembre de 1981, “Laborem Exercens”, 17). Un compromiso privado y público que no deberá olvidar que la protección y la promoción humana y cristiana del matrimonio y de la familia son elementos imprescindibles para que el objetivo del bien común pueda alcanzarse con la superación duradera y auténtica de una crisis que afecta tan gravemente al derecho al trabajo estable y digno. El modelo ¡un modelo insuperable e insustituible! nos fue presentado a la luz del Misterio Pascual el 1º de Mayo en la figura de San José, el artesano de Nazareth, y en su Familia, la Sagrada Familia, formada con María su esposa, la doncella virgen de Israel que dio a luz al Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo, haciéndolo “Hijo del hombre”: ¡a Jesús! La familia de Jesús, María y José.

A Ella, a la Virgen María, venerada en Madrid como Nuestra Señora de La Almudena, nos confiamos y nos consagramos en un nuevo mes de Mayo dedicado a Ella por la piedad inmemorial del pueblo cristiano, dispuesto a ser testigo del Evangelio de la alegría con la palabra y con las obras de la caridad cristiana. Testigo de que ha triunfado, triunfa y triunfará el Amor de Cristo por encima de las actitudes individualistas y egoístas tan influyentes en la cultura y en el comportamiento nuestro y en el de nuestros contemporáneos (Cfr. Papa Francisco, “Evangelii Gaudium”, 275ss).

Con todo afecto, mis mejores augurios para un santo y feliz tiempo de Pascua, y con mi bendición.

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