HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid
en la Solemnidad de SAN ISIDRO LABRADOR
Patrono de la Archidiócesis de Madrid
Colegiata de San Isidro; 15.V.2014; 11’00 horas
(Hch 4,32-35; Sal 1,1-2.3.4 y 6; San 5,7-8.11.16-17; Jn 15,1-7)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
I. La solemnidad de San Isidro Labrador Patrono de Madrid nos reúne de nuevo para festejar su memoria en el día de su fiesta de este año 2014 con la celebración de la Eucaristía: el memorial de la Pasión y Resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre.
En su actualidad o, dicho con otras palabras, en su constante actualización en el Sacramento de la Eucaristía se entiende la vida de los santos; mejor aún, la figura de aquella persona a quien llamamos santo y que la Iglesia ha reconocido y reconoce como tal, como es el caso de San Isidro Labrador. A la luz de la memoria actualizada y viva sacramentalmente del Misterio Pascual del Señor, de su Cruz y de su Resurrección de entre los muertos, y como su fruto más precioso y valioso para el hombre y su destino y, más concretamente, para Madrid y los madrileños, es como queremos contemplar y venerar hoy al Santo Patrono de Madrid.
II. En “El Códice” de “Los Milagros de San Isidro” de Juan el Diácono, datado en el año 1275, se caracteriza a Isidro como “simplex agrícola, Deo devotus et hominibus amabilis” (“sencillo labrador, devoto de Dios y amable para con los hombres”).
Apenas había transcurrido medio siglo después de su fallecimiento, el pueblo de aquel Madrid rural y humilde, apenas iniciada su andadura por los caminos de la gran historia de España y del mundo, recordaba así aquel vecino suyo: como un hombre extraordinariamente virtuoso y bueno. A él había acudido tantas veces y en tantas ocasiones, las más variadas, tristes y gozosas, dramáticas y festivas, para impetrar el favor de Dios. Muy pronto se había comenzado a propagar la noticia de sus milagros, hechos en vida y otorgados después de su muerte. La devoción de los vecinos de la comarca y de la ciudad de Madrid al sencillo labrador, hombre de Dios y amigo del hombre, el ejemplar cristiano, Isidro, no dejaría de acompañar nunca hasta nuestros días la historia humana y espiritual de sus habitantes y de sus familias. En el fondo: ¡su historia más entrañable! Y, por supuesto, marcaría lo más íntimo y esencial de lo que constituye la vida de la Iglesia: su liturgia, el anuncio y el testimonio de la fe, la caridad y el servicio a los más necesitados. La historia de la comunidad católica madrileña y de los rasgos que mejor tipifican su personalidad espiritual es impensable sin la devoción y veneración popular a San Isidro Labrador. Una historia de crecimiento mutuo y casi simultáneo de los nuevos barrios y de las nuevas parroquias del Madrid urbano y metropolitano. Historia que conviene renovar y reverdecer hoy con tanta o mayor urgencia que en cualquier momento o época del pasado. Con la XXIV Jornada Mundial de la Juventud y con “la Misión Madrid” hemos querido responder a esa urgencia con el testimonio vivo y sencillo de la Buena Noticia de Jesucristo Resucitado, es decir, del Evangelio de la misericordia, de la gracia, del amor y de la vida que nunca perece, ni perecerá.
III. Muchas son las personas que han alcanzado la fama en la historia del segundo milenio madrileño.
La historia del Madrid de las ciencias, del arte y de las letras, del deporte, de la economía y de la política, del servicio a la sociedad… está poblada de nombres señeros, conocidos y admirados en España y en todo el mundo, pero ninguno se ha hecho tan popularmente famoso como el del sencillo labrador Isidro, nacido en Madrid sobre 1082, de familia mozárabe, criado de los Vargas, casado con María de la Cabeza, doncella igualmente humilde, que procedía de la localidad próxima de Torrelaguna. Más aún, la fama de San Isidro entre los madrileños crece y se intensifica extraordinariamente cuando Madrid, convertida en la Capital de España por el Rey Pelipe II, en cuyos “dominios se ponía el sol”, abre el capítulo de la historia moderna de España y de Europa. La devoción popular de los madrileños a San Isidro Labrador llega a su momento más álgido el 12 de marzo de 1622 al ser proclamado Santo por el Papa Gregorio XV en Roma junto con otros tres grandes Santos españoles universales, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, figuras claves en la apertura de los caminos de la renovación moderna de la Iglesia; junto con el italiano San Felipe Neri. Los Reyes, la nobleza y el pueblo llano rivalizarán en la consecución de la canonización y, siempre, en la promoción de la veneración y del culto al Patrono de Madrid, hasta nuestros días, sin una verdadera interrupción histórica, digna de mención. ¿Cómo se puede explicar lo que habría de ser considerado como una gran y llamativa paradoja a juicio de cualquier intérprete de la historia y a tenor de los criterios que habitualmente utiliza la razón histórica para valorar los acontecimientos y los personajes que la entretejen? La respuesta no parece admitir ninguna duda. Los madrileños apreciaron –y aprecian– la santidad de aquel humilde labrador, devoto de Dios y amigo de los hombres, por encima de cualquier otro mérito de sus conciudadanos del pasado y del presente, reconocidos con toda razón en su valor social y humano.
IV. Sí, Isidro labrador, había sido un excepcional hombre de Dios, del cual se podía y se puede afirmar sin vacilación alguna que en su vida “el gozo” era “la ley del Señor”, como la cantaba el Salmista del viejo Pueblo de Israel:
“Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión con los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche” (Sal 1,1-2). Isidro era un hombre profundamente piadoso. Visitaba todas las mañanas antes de acudir a su trabajo de labrador en los campos de su amo, a orillas del “Manzanares”, la Iglesia de aquel primer Madrid, que acababa de recobrar la libertad de la fe cristiana. El “ora et labora” –“el reza y trabaja”– de la tradición benedictina alentaba, probablemente sin saberlo, en la vida ejemplar de aquel labrador madrileño de la primera hora del Madrid recién reconquistado. Vida guiada, en consecuencia, por la luz de “la ley del Señor”: “la ley del Amor” comprendida y cumplida evangélicamente como la ley del amor más grande: del que ama hasta dar la vida por el hermano. Isidro era un buen y generoso vecino, siempre paciente y alegremente dispuesto a cumplir con sus deberes de labrador con el dueño de las tierras y los compañeros de labranza, más allá de lo estrictamente debido. Con bondad, con misericordia, con sentimientos de una amistad nacida del amor gratuito al prójimo, que se vertería sin límites en los más pobres. ¿Cómo no recordar de nuevo su actitud de delicada comprensión, sin rencor, con sus compañeros de labranza que, envidiosos, le acusan al amo de las tierras, y su determinación de mantener permanentemente abierta la puerta de su casa, con el plato puesto a diario a la mesa para el pobre que pasase por delante de ella y llamase? Amor compartido con su esposa María de La Cabeza y con el hijo de ambos, Juan, en el marco de una vida matrimonial y familiar, transida de ternura y de amor de Dios. Amor finamente respetuoso y que llega a todos: a la familia de sus amos, los Vargas, y a todas las familias de aquel primer Madrid en el que convivían cristianos mozárabes, judíos y musulmanes. Isidro era un testigo excepcional de como en la comunidad de los cristianos de aquel Villorrio, que era Madrid al iniciarse el segundo Milenio de la Era cristiana, se trataba de vivir imitando el modelo de la primitiva Iglesia en la que “en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo nada de lo que tenía” y en la que “los Apóstoles daban testimonio de la Resurrección del Señor Jesús con mucho valor” (Hch 4,32-35). En la fe y amor a Jesucristo Resucitado, cultivado y alimentado diariamente por la oración y la piedad eucarística, se encuentra la raíz de ese amor vivido heroicamente del santo labrador madrileño con su prójimo. Fuese familiar o no, vecino o forastero, superior o compañero. Profesado y practicado con especial esmero para con los que más lo necesitaban, comenzando por su esposa y su hijo. La santidad consiste en “la perfecta caridad”, en la perfección del amor que viene de Dios por Jesucristo Crucificado y Resucitado y que es “el Don del Espíritu Santo”. San Isidro Labrador era un Santo porque había llegado a la perfección de la caridad. Reconocido y venerado por el pueblo madrileño como su Patrono por ser santo. ¡Santidad y Patronazgo de San Isidro, inseparables en la devoción multisecular de los madrileños!
V. Madrid sigue necesitando santos.
Necesita Santos la Iglesia diocesana, para ser fecunda en la evangelización de tantos ciudadanos madrileños que, o no han llegado al conocimiento primero de la fe en Jesucristo el Redentor del hombre, o no han permanecido en él como el sarmiento que, arrancado de Jesucristo “la verdadera vid”, “la tiran fuera”, “lo recogen y lo echan al fuego y arde” (Jn 15,6-7). Necesita santos para que se pueda mantener firme en la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que justifica y salva al hombre, hijo de Adán; firme en la esperanza de que la vida ha triunfado sobre el pecado y sobre la muerte en la Resurrección de Jesucristo; y firme en la caridad, o lo que es lo mismo, en el testimonio efectivo de ese amor más grande del Redentor del hombre, que cura, sana y alivia todos sus males, los espirituales y temporales: el amor que es capaz de transformar para el bien las conciencias de las personas y de la sociedad. Sin la conversión, moral y espiritualmente honda al mandamiento divino del Amor, salir de la crisis –crisis económica-social, laboral, familiar, cultural y ética–, sólida y establemente, a medio y a largo plazo, se antoja poco menos que imposible.
La sociedad madrileña necesita Santos y la primera responsabilidad de la Iglesia diocesana, ante el Señor que nos ha de juzgar, es la de ofrecerle un campo pastoral fértil y rico en auténticos y abundantes frutos de santidad. Sí, necesitamos a San Isidro, nuestro Patrono, como un modelo de santidad, de máxima actualidad, que precisa y reclama urgentemente la situación crítica por la que atraviesan la cultura y la sociedad europea, española y madrileña. Los rasgos franciscanos que se adivinan en su vida y en la historia ulterior de su influencia espiritual sobre los fieles de la Iglesia en Madrid, han motivado el que algunos de sus biógrafos hablen del significado eclesial de él y de su tiempo como un preludio de San Francisco y del Franciscanismo. Venerarlo equivale a sentirse llamado a imitarle y a invocarle como intercesor de Madrid y de los madrileños, porque como nos recuerda Santiago en su Carta, “mucho puede hacer la oración intensa del justo” (Sa 5,16-17). San Isidro oró con frecuencia en la Iglesia de Santa María situada en la almudena –alcázar y ciudadela– de aquel Madrid urbano, heredado de la cultura del Islam. Vivió y murió como un hijo y fervoroso devoto de la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra.
¡Que Él interceda para que los fieles católicos de Madrid sepamos vivir y morir, imitándole a él en su sencillez evangélica, como hijos y devotos fervientes de Nuestra Señora, la Virgen de La Almudena, a la que confiamos todos los hijos e hijas de Madrid: su salud física y espiritual, su bienestar y el de sus familias, y su futuro para que sea un futuro de esperanza gozosa apoyada en la vivencia creciente del poder del amor y de la gracia de Jesucristo Resucitado, Nuestro Señor y Salvador!
Digámosle con palabras de la oración, con la que termina nuestro Santo Padre Francisco su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, encomendándonos a San Isidro Labrador, su fiel devoto:
“Madre del Evangelio viviente,
manantial de la alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya”.