El inmigrante, el refugiado, es tu hermano

Mis queridos hermanos y amigos:

«No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (Ex. 22,20). Así se lo mandaba el Señor a los israelitas, después de la liberación de Egipto. En la Ley, sobre la que se fundaba la Antigua Alianza de Dios con Israel, su pueblo elegido, el extranjero era visto y presentado como «prójimo», a quien se debía de respetar, acoger y tratar con justicia y equidad. En la Nueva Alianza, fundada en el sacrificio de la Cruz –en la oblación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo– por que el todos somos uno, llamados a vivir la misma vocación de hijos de Dios, es el mismo Jesús, en persona, quien se identifica con el forastero: «era forastero, y me alojasteis…» (Mt. 25,35). Para un discípulo de Cristo no hay forasteros, sino simplemente hermanos.

Es bueno recordarlo hoy con la Iglesia en el itinerario penitencial de la Cuaresma, cuando la invitación a la conversión se hace apremiante y concreta en sus exigencias y contenidos con respecto al amor al prójimo, a fin de que no nos sea posible reducir a la banalidad sentimental o a la dura hipocresía la Ley Nueva del Evangelio y su cumplimiento.

Un caso bien vivo y diario se nos presenta con creciente crudeza en Madrid, como uno de los retos urgentes que interpelan la conciencia de la Iglesia Diocesana y de los cristianos y que ponen a prueba la veracidad de su testimonio de amor a Cristo y a los hermanos: es el caso de los inmigrantes y refugiados. Son ya aproximadamente unos ciento treinta mil los que han llegado aquí, tienen o buscan residencia y trabajan legalizados o clandestinamente en la Comunidad de Madrid. Por lo menos unos dos tercios proceden de los países llamados pobres del planeta. Han venido a España empujados por las necesidades más primarias y perentorias que sufren ellos y sus familias en sus lugares de origen. Algunos, porque son víctimas de persecución social o política o porque en su patria se les niega el reconocimiento más elemental de sus derechos fundamentales como persona. Pocos lo han hecho por gusto.

Es ésta una experiencia –la de la inmigración– que conocen en directo y han sentido en su propia carne muchos de los españoles de las generaciones más maduras. Incluso se podría afirmar que el actual Madrid es el resultado social, urbano y humano de un enorme proceso de inmigraciones interiores en el que fueron protagonistas principales personas, familias y gentes procedentes de todos los pueblos de España. El carácter abierto, magnánimo, acogedor que distingue tanto a la Ciudad y la Comunidad del Madrid de hoy en los rasgos que más hondamente marcan su convivencia ciudadana ¿no tiene que ver con esa historia reciente de apertura mutua, de solidaridad vecinal, y de relativización sana de lo particular y de los propio, inspirada en nuestra mejor tradición cristiana y eclesial de amor a todo hombre, sea cual sea su origen, su condición y sus peculiaridades culturales y otras, de la cual ha nacido esta ciudad?

Nuestra delegación Diocesana de Migraciones nos ofrece estos días una doble ocasión para asomarnos con el talante interior de la conversión cuaresmal al mundo de lo que ya son nuestros inmigrantes, llegados de fuera de nuestras fronteras: la presentación de su estudio, excelente, sobre «Población Extranjera en la Comunidad de Madrid: Perfil y Distribución», y el desarrollo de un Simposio de estudio y reflexión sociológica y pastoral en torno al problema. Se nos advierte que el fenómeno irá a más. Se nos descubren las raíces y causas inmediatas y mediatas de las situaciones tan difíciles con las que siguen enfrentados los inmigrantes entre nosotros, como en un espejo en el que se reflejan simultáneamente nuestras propias faltas de comportamiento cristiano y de amor al prójimo. Se llama la atención sobre la imposibilidad de la agrupación familiar –de unirse con sus familias– como uno de los aspectos más sangrantes de la situación de muchos extranjeros en España. Se nos previene de brotes de xenofobia y racismo que afloran a veces en el trato con estos hermanos nuestros, venidos de otras tierras, con otras costumbres y con otras culturas ¿Por qué no recurrir al espíritu del Madrid cristiano y fraterno para abordar la cuestión cada vez más grave de la integración de los emigrantes, con todo lo que conlleva de dificultades y perspectivas legales, sociales, económicos culturales y pastorales?

Si nos esforzamos todos –las comunidades parroquiales, los movimientos y asociaciones apostólicas, los consagrados y las consagradas… toda la Iglesia Diocesana– en renovar con la fuerza del Espíritu Santo la capacidad y la generosidad de amor fraterno en nuestro corazón y en nuestras vidas, se abrirán muchos caminos en la Iglesia, en la sociedad y en la comunidad política para que el fenómeno de la inmigración, signo del presente y futuro de Madrid, se desarrolle y conforme en justicia, solidaridad, fraternidad y paz.

Así se lo pedimos a la Madre de Jesucristo, Madre de todos los hombres, Madre nuestra.

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