Los derechos humanos – sus raíces cristianas

50 años después de la Declaración de las Naciones Unidas.Veinte años de la Constitución Española

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy se cumple el vigésimo aniversario de la Constitución Española y el próximo día 10 conmemoraremos la aprobación por las Naciones Unidas hace cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Un mismo hilo conductor une la historia de esos dos hechos, jurídicos y políticos a la vez: la de los esfuerzos multiseculares por garantizar los derechos del hombre frente a los posibles abusos de los que pudiera ser objeto, sobre todo, por parte de los que detentan y ejercen el poder. Y un mismo propósito ético: el de crear las condiciones propicias para el cultivo de una cultura ciudadana inspirada en el respeto mutuo de las personas y en la promoción de las instituciones primarias de la vida social como son el matrimonio y la familia, precisamente a través de las propias leyes por las que se rige la organización del Estado.
Las Naciones Unidas basan su Declaración en «el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» (Considerando primero de la Declaración) y su objetivo principal consistió, después de la hecatombe que supuso la Segunda Guerra Mundial, en franquear una vía sólida y eficaz para la consecución de una paz internacional duradera. También la Constitución de 1978 se movía en España entre la afirmación de la dignidad de la persona humana y de los derechos inviolables que le son inherentes, como «fundamento del orden político y de la paz social» (Art. 10,1), y el deseo y afán sinceramente sentido por todos de asentar definitivamente la concordia fraterna entre los españoles.

El progreso moral, que ha significado el reconocimiento internacional de los derechos fundamentales de la persona humana en orden al desarrollo interno de las sociedades y de los Estados en justicia y paz, es evidente e irrenunciable. Su aportación a la configuración de la humanidad como una comunidad o familia de pueblos y naciones, decisiva para su futuro. Desde los orígenes de este proceso histórico-jurídico, tan trascendental, que caracteriza la época moderna del Estado y del derecho, se ha hecho presente la inspiración, en algún momento crítica, pero siempre alentadora e iluminadora, nacida de la concepción cristiana del hombre y de su intrínseca dignidad personal, en cuanto creatura de Dios, llamada a la filiación divina.

No podemos retroceder en el camino emprendido. Hoy se impone más que nunca ahondar solidariamente en los contenidos fundamentales de los derechos humanos, y ampliarlos. La tentación individualista a la hora de interpretar los derechos de las personas y de aplicarlos en la vida práctica ha sido constante. En la actualidad, constituye una verdadera amenaza. Si lo que se busca a través de los derechos individuales es conseguir un ámbito blindado para el desarrollo hedonista y egoísta del propio yo y de una libertad a su antojo, como ocurre hoy tan frecuentemente, está servido el fracaso moral de la sociedad e instaurado en su seno el principio del «todos contra todos». ¿Cómo se va a avanzar con esa actitud materialista de fondo en el reconocimiento efectivo, por ejemplo, del derecho al trabajo, a la educación y a la cultura, a la vivienda, a contraer matrimonio y a fundar una familia en condiciones mínimamente dignas? ¿Y, sobre todo, se podrá lograr que esos derechos sean reconocidos universalmente a todos los hombres de cualquier raza, pueblo y nación? La relativización creciente incluso del derecho a la vida, a la que estamos asistiendo de forma generalizada en los países de tradición cristiana y que parece imparable, apuntan a un mal más radical: el del cuestionamiento de la misma persona humana.

Discutir la raíz trascendente del ser humano, reducirlo a una entidad puramente biológica, cuantificable y programable según los intereses predominantes en la sociedad y en la comunidad política, comienza a ser habitual en las opiniones y en las conductas de muchos de nuestros contemporáneos. Hasta parece estar de moda en la cultura triunfante del momento. ¡Es algo que viste bien!

Proseguir comprometida y generosamente el camino de los derechos humanos demanda de los cristianos una apuesta clara por la dignidad trascendente de todo hombre, especialmente del más débil, necesitado e indefenso. Se trata de una apuesta de solidaridad, nacida del amor a Cristo. Porque sólo en El conocemos en toda su verdad al hombre como hermano y solo en El, por la fuerza de su amor y de su gracia, podemos tratarle como tal, como al hermano al que primeramente y siempre se le debe amor (cfr. Vaticano II; GS, 10). Esta apuesta debe revestir en España, veinte años después de la aprobación de la Constitución, una exigencia concreta de continuar consolidando y perfeccionando, por la vía de la comprensión y del amor fraterno, los lazos históricos de una comunidad de personas y de pueblos unidos desde siglos, milenariamente, en la profesión de los valores humanos y espirituales más fundamentales para la vida y existencia del hombre. La responsabilidad de los católicos españoles de cara a esta tarea es enorme. Yo diría que insustituible.

Como una oración filial, puesta en manos de la Virgen Inmaculada, tan venerada y querida por todos los pueblos de España, le pedimos al Señor que viene: que traiga a España al alborear el Tercer Milenio de su propia historia cristiana un presente y un futuro de fraternidad, de unidad y de paz.

Con mi afecto y bendición,

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