Homilía de la solemne celebración eucarística en el Día de la Natividad del Señor

El Anuncio universal del Gran Jubileo del Año Dos Mil en Roma

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La noticia de que hoy «nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor», proclamada y anunciada solemnemente por nuestro Santo Padre Juan Pablo II en la Liturgia navideña de la pasada medianoche en la Basílica de San Pedro en Roma, ha encontrado una resonancia y un realce histórico excepcional para la Iglesia y el mundo con el rito de la inauguración del Gran Jubileo del Año Dos Mil. Al cruzar el umbral de la Puerta Santa, abierta de nuevo para la multitud de los peregrinos, procedentes de todos los rincones de la tierra, con el Libro de los Evangelios alzado en sus manos, el Papa daba testimonio insigne como Sucesor de Pedro, «el Príncipe de los Apóstoles», «el que conforta en la fe a sus hermanos», de que, dos mil años después de su Nacimiento, Jesucristo es «el que vive» (Ap 1,18); es «Aquél que es, que era y que va a venir» (Ap 1,4); la única Puerta por la que hay que pasar -«Yo soy la puerta» (Jn 10,7)- para entrar en la Vida, en la de la Comunión con Dios y, así, en la del amor a los hermanos. La Vida, fruto de su Victoria sobre el pecado y sobre la muerte. La Vida que es don del Espíritu y participación en la vida divina, la propia de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y simultáneamente, adentrándose en el interior de la Basílica, nos introducía, además, con mayor profundidad, en la comprensión y vivencia del Misterio de la Iglesia, su Cuerpo y Esposa, que es «desde hace dos mil años… la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos» (Im 11)

La Inauguración del Gran Jubileo en la Archidiócesis de Madrid.

Ahora, en esta mañana gozosa de la Fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, en comunión con la Iglesia de Roma, sede del Primado de Pedro, del Pastor de la Iglesia Universal, y con todas las Iglesias Particulares unidas en la Comunión de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica que el Obispo de Roma preside, inauguramos en nuestra Archidiócesis, la Iglesia Particular de Madrid, el Gran Jubileo del Año Dos Mil, haciéndonos eco jubiloso de la Buena Nueva, la del Evangelio de la Salvación, la de que hoy, en Belén de Judá, «nos ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2, 11). Con una actualidad que dos mil años de historia no sólo no han podido marchitar, sino que, antes al contrario, le confieren una plenitud nueva de urgencias y esperanzas que queremos transmitir a todos nuestros diocesanos y conciudadanos de Madrid.

Al alzar el Libro de los Evangelios en el umbral de la puerta mayor de nuestra Santa Iglesia Catedral, mostrándolo a la comunidad diocesana y a la ciudad de Madrid, en comunión jerárquica con el Papa, hemos querido renovar nuestro propósito de «fortalecer la fe y el testimonio misionero de todo el Pueblo de Dios» con la humildad del «fiat» de la Virgen -«Hágase en mí según tu palabra»- y con la confianza firme en la asistencia del Espíritu Santo, propósito que desde hace tres años ha constituido nuestro objetivo central pastoral, a fin de recorrer el camino de preparación del Gran Jubileo del Año Dos Mil con espíritu de conversión y de penitencia por nuestros pecados y con la esperanza de encontrarnos cada vez más dispuestos a ser instrumentos de la Nueva Evangelización sobre todo entre los más pobres y necesitados de Madrid, los que más sufren en su cuerpo y en su alma.

3. Pregoneros del Evangelio

Queremos por ello ser pregoneros y testigos incansables del Evangelio, con palabras y obras, según nuestra propia vocación dentro de la Iglesia. ¡Que los hombres de nuestro tiempo oigan y escuchen la nueva y definitiva palabra que les salva, la palabra de la verdad, la de las verdades últimas, la palabra que ilumina el horizonte eterno de la existencia con la luz de la revelación de Dios: la Palabra que «se hizo carne y acampó entre nosotros», cuya «gloria» «hemos contemplado», «gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Cfr. Jn 1, 1-18)! Este debe de ser nuestro más firme y acariciado propósito personal y comunitario. En esto ha de consistir nuestra primera tarea pastoral en este Año Jubilar extraordinario, «año de alabanza, de perdón y de gracia».

Urge predicar el Evangelio, anunciarlo sin desmayo, en los ámbitos más sencillos de la vida cotidiana y en todos los ambientes, incluidos los de la cultura, de la sociedad y de la comunidad política. De forma íntegra y clara con todo su esplendor. No impositivamente, ni con intransigencia, pero sí con nitidez y valentía. La pedagogía del «diálogo salvífico», que el mismo Dios nos ha enseñado a lo largo de la historia de la Salvación y que Jesús ha practicado especialmente en su predicación del Reino, ha de ser la nuestra en la presentación y propagación del Evangelio de Jesucristo: LA PALABRA DE LA VERDAD.

Porque no podemos olvidar en nuestro compromiso jubilar, dos mil años después de la Encarnación del Verbo de Dios, lo que nos enseñaba el autor de la Carta a los Hebreos: «en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (Hb 1, 1-2). O, lo que viene a ser lo mismo, en el Hijo, encarnado en el seno de la Virgen María, nacido en Belén, «reflejo de su gloria e impronta de su ser» (Hb 1, 3), Dios nos lo habló todo. San Juan de la Cruz en su «Subida al Monte Carmelo» expresaría esta plenitud y definitividad de la Revelación de Dios en Jesucristo con una fórmula teológica y literaria que por su hondura y belleza se ha hecho ya clásica: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo -que es una Palabra suya, que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» y, citando el texto de la Carta a los Hebreos, añadirá: «En lo cual da a entender, que Dios ha quedado ya como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo» (Subida al Monte Carmelo, Libro 2, c.22, 3-4).

La Buena Noticia de Jesucristo es la de Dios, que nos ha revelado en su Misterio íntimo y su designio salvífico respecto al hombre. Es también la Buena Noticia del hombre, y de su historia, al que ha desvelado en su ser de creatura y en su vocación a la filiación divina, restituida, después de la herida del pecado y de la muerte, por su Cruz y su Resurrección. Y es, finalmente la Buena Noticia del Universo, llamado a transformarse un día en «nuevos cielos» y en «nueva tierra», cuando Él vuelva en Gloria y Majestad.

Superemos, pues, cualquier tipo de miedo o de acomplejamiento ante la ciencia de este mundo, tan brillante en resultados y beneficios para la humanidad en esta hora de la historia, tan segura de sí misma y tan importante, agnóstica y contradictoria respecto a las preguntas fundamentales del hombre sobre el sentido de su vida y de cómo configurar este mundo rectamente, en justicia y paz. A nosotros se nos ha dado a conocer la Sabiduría de Dios por Jesucristo: la que nos salva ahora y siempre. Demos a conocer a Jesucristo a todos nuestros hermanos, a todos los madrileños en el umbral del Tercer Milenio. Jesucristo es la Buena Noticia por antonomasia para la humanidad, y no hay otra. El EVANGELIO es la mejor, la más insuperable Noticia que el hombre haya nunca podido oír y oirá jamás.

4. El Evangelio de la Vida

El Evangelio que pregonamos es, también, y por necesidad, una Buena Noticia para la vida. Es más, el mismo Evangelio ha de ser vivido en toda la realidad de la existencia humana hasta tal punto que sólo se es testigo suyo, en toda su autenticidad, cuando las palabras que lo anuncian van corroboradas por una vida nueva. San Juan nos dirá en el Prólogo de su Evangelio: «Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 3-4). Sí, Jesucristo, el que nos ha nacido en Belén, es nuestra vida: la vida del mundo. Hoy como hace dos mil años. El Gran Jubileo que la Iglesia ha preparado para sus hijos se nos abre como una fecundísima oportunidad para re-encontrar la vida en Cristo. En primer lugar, para nosotros los cristianos, los que llevamos el nombre de Cristo; y, luego, en nuestra compañía, para todos nuestros contemporáneos, desde los más cercanos a los más alejados de nuestra patria y hogar.

Jesucristo, «La Palabra» que «se hizo carne» (Jn 1,14), que se esposó con la naturaleza humana para sanarla, redimirla, salvarla y «divinizarla», es, desde el instante de su concepción en el seno purísimo de su Madre María hasta el momento culminante de su Cruz y su Resurrección -su Pascua-, «la vid», «el árbol», «la fuente» de una vida nueva para un hombre nuevo. Vida que es don del Espíritu Santo, a la que el hombre accede por la conversión y la fe en Él, y que crece y fructifica por y en los Sacramentos de la Iglesia, especialmente en el de la Eucaristía. El Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo es justamente culmen y fuente de esa Vida (Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium 11), por ser el sacramento de su oblación sacerdotal al Padre en la Cruz, el de su Pascua, el sacramento del amor, «vínculo de la perfección».

Todo el acento e interés pastoral que pongamos en celebrar el Año Jubilar como un año intensamente Eucarístico, tal como nos lo pide el Papa, será poco. En primer lugar, porque de la Eucaristía, el Sacramento por excelencia de la Presencia salvadora del Amor misericordioso de Cristo, nace y se alimenta constantemente la Comunión en la Iglesia. Y, en segundo lugar, porque del Sacrificio y Comunión eucarística brota límpida la fuerza de «la misión», la oferta y experiencia del perdón y del amor al mundo.

5. El Evangelio de la Caridad

Hemos, pues, de llevar a nuestros conciudadanos, en Madrid, en el espacio concreto de sus vidas personales y en el marco tantas veces anónimo de la sociedad, el testimonio del Amor de Cristo convincentemente, amando como Él nos amó como la prueba más incuestionable de la Buena Noticia del Evangelio. Él dio la vida por nosotros; nosotros debemos dar la vida por Él y por nuestros hermanos. En eso consiste el amor (cfr. 1 Jn 3,11). Los Mártires del que podemos considerar como nuestro siglo, el siglo XX, que toca a su fin; nuestros Mártires, los de España, de Europa, y los de otros lugares del planeta; y, con ellos, una multitud de Santos confesores de Cristo, en las más variadas situaciones de la vida, nos han precedido con un ejemplo heroico imborrable y nos asisten con su constante intercesión en el cumplimiento del Evangelio de la Caridad en el siglo y milenio que se aproxima.

No debemos olvidarlo: el testimonio del amor cristiano va a ser el reto máximo y la más fina piedra de toque de la fidelidad pastoral al Señor de todos los que servimos a la Iglesia en este final del segundo milenio y, por supuesto, de toda existencia cristiana. Son tantas las almas rotas, es tan inmensa -casi sin orillas- la pobreza material y espiritual de esa multitud creciente de hermanos nuestros en «esos mundos» del hambre, de la desesperación y de la miseria, que acostumbramos a llamar «terceros» y «cuartos mundos», que «la prueba» de nuestra evangelización, la más acuciante, a la que nos apremia hoy el Señor con una insistencia cada vez más perentoria, es la de la vivencia y testimonio operante de su Caridad.

Por ello os proponemos vivir las gracias del Gran Jubileo en nuestra Archidiócesis, «yendo a visitar por un tiempo conveniente a los hermanos necesitados o con dificultades (enfermos, encarcelados, ancianos solos, minusválidos…) como haciendo una peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cfr., Mt 25, 34-36)». Os proponemos, además, vivir el Gran Jubileo, como una vía de solidaridad efectivamente practicada en la apertura y puesta en marcha de una nueva «Casa de los Pobres», con un servicio diocesano a favor de los drogodependientes, y con el compromiso perseverante para la consecución de una acertada condonación de la deuda a los países más pobres de la tierra, sin olvidar la acogida cristiana a los inmigrantes que vienen a nosotros en búsqueda de condiciones dignas de vida para sí y para sus familiares. Se nos pide tanto la contribución económica como la disponibilidad personal.

El reto del amor cristiano resulta en las actuales condiciones sociales, culturales y económicas especialmente difícil y grave. Se ha perdido en muchos casos la sensibilidad para el amor en las relaciones interpersonales, en el trato de persona a persona; pero, sobre todo, en la concepción y vivencia del matrimonio y de la familia. Si el hombre y la mujer no quieren -y, por consiguiente, no saben- comprender y vivir su encuentro como una vocación para la donación mutua sin limitaciones, en el amor y para la vida, es inviable a medio y, aún a corto plazo, todo proyecto e ideal de sociedad solidaria. Y si los cristianos no crean un ambiente espiritual y humano para que los jóvenes descubran con generosidad y sin miedos acobardados la belleza del amor matrimonial, que fructifica en la paternidad responsable, o la belleza del amor consagrado a Jesucristo y a los hermanos, el testimonio de la caridad de la Iglesia terminará por debilitarse y avejentarse hasta desaparecer.

El Gran Jubileo del Año Dos Mil lo hemos de vivir en la Archidiócesis de Madrid como una apuesta apostólica y pastoral que no admite demora, por el matrimonio y la familia, y por las vocaciones de especial consagración. Como un canto gozoso al Amor y a la Vida que ha renacido en Jesucristo.

6. El Evangelio del Camino

Jesucristo es la Buena Noticia, el Camino para el hombre. Le descubre que es peregrino a la Casa del Padre por la vía de la reconciliación y de la penitencia. La que cualquier hombre de buena voluntad puede vivir clara, neta y plenamente en el arrepentimiento de sus pecados, en la Fe y en el Bautismo; y cualquier cristiano que haya roto con Él, en el Sacramento de la Penitencia que le ofrece la Iglesia. La indulgencia jubilar que la Iglesia concede con las condiciones acostumbradas ayuda a recorrer el camino del perdón y de la misericordia sabiendo que la confesión del pecado, que ha ofendido al Señor Crucificado y ha herido gravemente la comunión eclesial, ha de ir acompañada de un dolor sincero, de propósito firme de la enmienda y de frutos de penitencia, reales y tangibles. La indulgencia le envuelve en esa comunicación de frutos de santidad y de auxilio fraterno que brota del Misterio de la Iglesia, «comunión de los Santos».

MARÍA es el principal sostén en el camino: Madre de Jesucristo, Madre de Dios y Madre nuestra. La Virgen guía, alienta y da la mano. «Que ella, que con Jesús y su esposo José peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los peregrinos en este año jubilar» (Im 14). Se lo pedimos hoy con una plegaria especial, invocándola como Nuestra Señora de la Almudena, para sus peregrinos que acuden a esta Santa Iglesia Catedral de la Archidiócesis de Madrid, a Ella dedicada, buscando y celebrando la Gracia del Gran Jubileo del Año Dos Mil del Nacimiento de su Hijo. ¡Que obtengan la abundancia de gracia y misericordia! ¡Que se alegren con gozo jubiloso, con alabanza y acción de gracias por los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de su Salvador!

«Que la Iglesia alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don de la salvación en Cristo Señor, ahora y por siempre» (Im 14).

AMÉN.

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