En la celebración de la Fiesta del Bautismo del Señor

EVANGELIZAR A LOS NIÑOS: EL PRIMER RETO DEL AÑO JUBILAR.

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy, Fiesta del Bautismo del Señor, celebraremos en la Catedral de La Almudena la Eucaristía dominical como la segunda gran celebración del Año Jubilar, con el acento pastoral puesto en el bautismo de siete niños que recibirán «por el agua y el Espíritu» (Jn. 3,6) la gracia de la nueva vida de los hijos de Dios y su incorporación a la Iglesia, Cuerpo de Cristo: muriendo con El al pecado para que puedan resucitar con El a la vida nueva y caminar en ella. (Cfr. Rm. 6, 1-12).

En la tradición litúrgica de la Iglesia la Fiesta del Bautismo del Señor se une a la solemnidad de la Epifanía como un momento también decisivo de la manifestación de Jesús al mundo, el Mesías y Salvador. Si Niño en Belén se muestra a los Magos de Oriente como el enviado a salvar a todos los hombres, no solamente a los hijos de Israel; cuando por propia voluntad –imponiéndose a la de Juan el Bautista, el Profeta Precursor– recibe de éste en el Jordán el bautismo de penitencia, bajará el Espíritu sobre El y se oirá la voz del Padre que dirá: «Tu eres mi Hijo amado, mi predilecto» (Mc.1,7-11). Desde ese momento se podía saber bien quien era Jesús y en que consistiría la esencia y la finalidad de su misión salvífica. Juan el Bautista lo había señalado ya a sus propios discípulos diciendo: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn. 1,29). La renovación por la penitencia, que predicaba y anunciaba el Bautista como la actitud imprescindible para el advenimiento del Reino de Dios, predicho por los Profetas, se hacía posible por Jesús y por su nuevo Bautismo: el de la nueva agua que saldría de su costado traspasado por la lanza del soldado cuando yacía muerto en su Cruz, y el del Espíritu que derramaría sobre los suyos después de su Resurrección y su Ascensión a la diestra de Dios Padre.

La Iglesia conoce y reconoce a Jesús también desde el principio: con los Magos de Oriente, y con Juan el Bautista y sus discípulos el día del Bautismo en el Jordán; y quiere que lo conozcan y reconozcan todos sus hijos e hijas desde el comienzo de su andadura en este mundo, para que caminen en vida nueva: la que no pasa ya jamás, la que se disfruta en el Reino de Dios. La que crece como semilla, a pesar de las insidias de los poderes del mal y del pecado, en los surcos del tiempo y de la historia; y que madura y se revela plenamente en la eterna intimidad con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; alcanzable después del paso victorioso sobre la muerte. La Iglesia no podía privar a los niños de ese don de la vida nueva y del hombre nuevo que ella había recibido a favor de los hombres como administradora y servidora de un tesoro de infinito valor –sin precio–.

Ya la Iglesia primitiva se lo ofreció a las primeras familias cristianas como una gracia y una responsabilidad obvia que surgía del encuentro familiar con Jesucristo, en quien habían creído por la palabra de Pedro y de los demás Apóstoles. Y así viene sucediendo hasta nuestros días. Los padres cristianos saben muy bien que no deben impedir que sus hijos, nacidos de ellos a la vida en este mundo, renazcan también seguidamente con Cristo a la vida nueva de la gracia y del Espíritu. Es el bien integral, el bien verdadero de sus hijos lo que está en juego. Ellos han de cuidar luego esa vida en todos sus matices, los que afectan a su cuerpo y a su alma: a su destino, como personas, llamadas a ser hijos de Dios. Ellos son los primeros y principales protagonistas de la educación no sólo humana sino también espiritual de su hijos. El primer e insustituible punto de partida y, a la vez, punto de apoyo para abordar esa bellísima vocación de padres, que dan y trasmiten vida en toda su verdad y grandeza, es la del bautismo de sus niños, pedido, celebrado y vivido en la Fe de la Iglesia.

Es hermoso y, a la par, de una actualidad pastoral y social candente, iniciar el camino jubilar de este singular año de gracia que es el Dos Mil después del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, llamando la atención de toda nuestra comunidad diocesana sobre la urgencia de una pastoral de los niños. Porque nuestra tarea apostólica y nuestros desvelos pastorales o reinician con renovada sencillez y amor evangélicos la evangelización de los niños o todos nuestros planes y programas perderán sus mejores ecos en la familia y en la sociedad y se quedarán sin alma en la propia experiencia interna de la Iglesia. No se puede olvidar, además, que los intentos de «contraevangelizar» a nuestros niños y a nuestros jóvenes, en una sociedad cuya opinión pública tan sensible es al valor de la tolerancia cultural y al ejercicio de la libertad privada y pública, han dejado de ser paradójicamente meros episodios pasajeros para convertirse en algo cotidiano. Se intenta y se busca formarles y educarles en los aspectos más íntimos y delicados de su personalidad sin contar con el derecho de sus padres a que se les eduque moral y religiosamente de acuerdo con sus convicciones, incluso, a veces, en contra de las mismas; sin excluir ninguna vía: ni la de los medios de comunicación social, ni la del tiempo libre, ni la de los centros educativos… ni siquiera la de la administración pública.

María, la Madre de Jesús, es el modelo siempre actual de cómo evangelizar a los niños. Es, con San José, su esposo, la gran valedora de los padres cristianos y de todas las familias de buena voluntad que quieren para sus hijos lo mejor en el sentido más hondo y pleno de la expresión: todo aquello que les permita crecer y vivir con la dignidad de las personas, la propia de los hijos de Dios.

Evangelizar a los niños: ¡he ahí nuestro primer reto pastoral para este año del Gran Jubileo del Dos Mil!

Con mi afecto y bendición,

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