Homilía en el funeral de la madre de su Majestad el Rey, Su Alteza Real Doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans, Condesa de Barcelona

Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Con estas palabras cordiales y llenas de ternura, el Señor Jesús nos invita a cuantos nos congregamos hoy en torno a su mesa a descargar en Él todo el cansancio y agobio de la existencia turbada por la muerte. Nos invita a venir a Él, que es la Resurrección y la Vida, para iluminar el enigma de la muerte que amenaza siempre con quebrar la esperanza en la eternidad y con sumirnos en una tristeza sin consuelo. La Archidiócesis de Madrid ha querido recoger esta invitación y hacerla suya abriendo las puertas de esta Iglesia Catedral a todos los madrileños que quieren ofrecer el sufragio de la Eucaristía por un miembro insigne de esta comunidad diocesana, hija predilecta de Madrid, la madre de nuestro Rey. Acoged, Majestades, el sincero testimonio del pueblo cristiano de esta Villa y Corte para que disminuya vuestra pena y crezca vuestro consuelo. La Iglesia de Madrid os ofrece lo mejor que tiene: el sacrificio de Cristo en favor de los vivos y de los muertos. Lo hacemos, además, en el Año Jubilar, año de gracia y de perdón que se derraman indulgentemente sobre todos los miembros de la Iglesia gracias al misterio de la comunión de los santos.

Es Cristo mismo, el Hijo de Dios, quien nos ofrece, en el duro trance de la muerte, el descanso de nuestro espíritu al revelarnos el destino de la vida inmortal y la herencia de los santos. El mismo Jesucristo que otorgó en el bautismo a nuestra hermana, Su Alteza Real Doña María de las Mercedes de Borbón y Orleans, el don de la vida eterna intercede ahora por ella, ante el Padre, y la Iglesia con Él, para que pueda contemplar a Dios cara a cara en la bienaventuranza eterna. Descansad, Majestades y miembros todos de la Familia Real de España, en el corazón de Cristo, manso y humilde, el único que puede consolar en el trance de la muerte no sólo con palabras de vida eterna, sino con el cumplimiento de sus promesas: «Quien vive y cree en mi – nos dice – no morirá para siempre».

CREER Y VIVIR EN CRISTO: SEÑAL DE LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE

Su Alteza Real Doña María de las Mercedes creyó y vivió en Cristo. Y esta fe le asegura, como a todo cristiano, la victoria sobre la muerte. Sellada desde el inicio de su vida con la fe cristiana y educada según los principios del evangelio y del magisterio de la Iglesia Católica, su existencia y su vocación nada fácil de esposa y madre, no se explican plenamente sino a la luz de la fe que marcó definitivamente el rumbo de su vida. Gracias a esa fe, sus indiscutibles cualidades humanas, crecieron y se desarrollaron dando frutos de discreción, fortaleza, prudencia y sabiduría que nadie como su familia y sus más allegados conocen plenamente, y de los que Dios se sirvió para dirigir a buen término el destino de nuestro pueblo.

La Eucaristía de hoy nos invita, como hace Jesucristo, a dar gracias al Padre porque, gracias a esta fe, Su Alteza Real Doña María de las Mercedes pertenece al número incontable de los sencillos que ha recibido la revelación de los misterios del Reino de los cielos. Así la veían los feligreses de su parroquia madrileña, San Gabriel de la Dolorosa, de cuya vida y actividades participaba activamente. Y si la vida eterna es conocer al Padre y a su Hijo Jesucristo, confiamos plenamente en que ella participa de tal vida pues los conoció y amó con piedad y devoción cristianas en las que ocupó un lugar indiscutible su amor filial a Santa María la Virgen. Su fiel e inolvidable presencia en las fiestas de Santa María de la Almudena y de la Virgen de la Paloma dan fe de su entrañable devoción a la Madre de Dios, rasgo inequívoco del pueblo madrileño. En esta eucaristía, en la que imploramos de Cristo su infinita misericordia de la que todo hombre está necesitado, ponemos, pues, por intercesora a quien, como Madre, conoce el corazón de quien nunca dudó de su ternura y capacidad de obtener mercedes. Y oramos humildemente: Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por tu hija María de las Mercedes.

EL GOZO TERRENO Y EL GOZO ETERNO

El Señor ha querido llamar a su hija en los días hermosos y entrañables de la Navidad, rodeada precisamente del amor bien merecido de los suyos. Y aunque el gozo terreno ha sido empañado por la muerte, ésta no puede aniquilar el gozo de la vida eterna que, en estas fiestas nos trae Jesucristo. Un gozo eterno que transciende lo efímero y caduco de nuestra existencia al asegurarnos que la vida del hombre redimido por Cristo se realiza plenamente una vez pasado el umbral de la muerte, en la casa del Padre, meta de nuestra existencia. Esta es la enseñanza de San Pablo en el hermoso texto que hemos proclamado de la carta a los Romanos. El apóstol recuerda que el cristiano no ha recibido un espíritu de esclavitud, que le hace vivir sometido al temor de la muerte. Gracias a que el Hijo de Dios ha venido a nuestra carne y condición mortal, el hombre recibe su mismo Espíritu de vida e inmortalidad, y puede llamar a Dios Padre. Gracias a que nació hombre el Hijo de Dios, nacemos los hombres a la vida de Dios. La Navidad no es sólo descenso a la tierra del Unigénito del Padre; es ascensión, elevación de nuestra dignidad, divinización de los hombres que, en Cristo, hallan cumplido su anhelo de inmortalidad.

Este admirable intercambio, que canta la liturgia de la Natividad del Señor, revela toda su fuerza consoladora cuando asistimos a la muerte de un cristiano. Porque en esa muerte, donde escuchamos el gemido de nuestra naturaleza que se resiste a morir anhelando la inmortalidad y la vida, se hace presente el poder del Espíritu. El nos recuerda que somos hijos de Dios y podemos llamar a Dios «Padre». Más aún: dado que nuestra filiación adoptiva se la debemos a Cristo y que sólo en Él recibimos la gracia de ser hijos, también en Él somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo». Si de Adán heredamos la muerte; de Cristo heredamos la vida. Si por Adán pagamos el tributo del morir; en Cristo Jesús heredamos ya ahora la gracia del resucitar. Y si el dolor de la muerte manifiesta aún que pertenecemos a la descendencia de los mortales, el don del Espíritu de Cristo nos permite anhelar la plena posesión de lo que, en prenda, hemos recibido al ser constituidos por el bautismo herederos de Dios y coherederos con Cristo.

UNA HERENCIA ESPIRITUAL QUE NO SE PERDERA

En esta herencia, nada de lo que el Señor nos ha dado, a su familia y a España, a través de Doña María de las Mercedes, se perderá. Todo será restaurado, porque nada de lo que Dios redime por medio de su Hijo, puede caer en el dominio de la muerte. Por ello, podemos y debemos dar gracias a Dios por todas las gracias que comporta la vida, los gozos y sufrimientos, los desvelos y alegrías, los trabajos y fatigas, las renuncias y sacrificios, las pruebas y los logros; en definitiva, la vocación y misión de mujer, esposa y madre cristiana de Doña María de las Mercedes. Si nada de todo ello se perderá, ni quedará sin recompensa, mucho menos lo que ha modelado su vocación cristiana más decisivamente: la de ser esposa y madre, fielmente entregada al amor de los suyos. Por la admirable redención de Cristo, hecho hombre en Belén, crucificado, muerto y resucitado en Jerusalén, la vida y muerte de nuestra hermana se ganarán para la vida eterna, porque el Hijo de Dios, al unirse a nuestra frágil condición nos destinó para el Reino de los cielos.

Venid, pues, y dejad vuestro agobio y cansancio en Cristo. Esta vida es un duro trabajo, tejido de agobios y cansancios. Si todo acabara con la muerte, vana seria nuestra existencia y estériles nuestros afanes. La Encarnación del Hijo de Dios ha encendido una luz inextinguible en la escena de este mundo, de forma que la existencia humana, y su máximo enigma que es la muerte, ha quedado iluminada. Por ello, puede decir el apóstol que «los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». En la ofrenda de esta eucaristía, pongamos junto al pan y al vino todos los trabajos de vuestra madre, Majestad, al servicio de vuestra familia y al servicio de España, a la que amó y sirvió con nobleza y magnanimidad. Y pidamos al Señor que el peso de tales trabajos se conviertan en gloria imperecedera en la compañía de los santos. Y nosotros, lo que aún permanecemos en el estado de peregrinos, recordemos con San Cipriano, obispo de Cartago, que «tenemos por patria el paraíso … nos esperan allí muchas de nuestras personas queridas, nos echa de menos la numerosa turba de padres, hermanos, hijos, seguros de su salvación, pero preocupados todavía por la nuestra».

Que Santa María Nuestra Señora de la Almudena, nos otorgue la merced de peregrinar en la tierra, con los ojos fijos en la patria del cielo.

Amén.

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