Homilía en la Clausura del Congreso de Apostolado Seglar

Madrid, 13.XI.2004; 10’30 h.

(Mal 3, 19-20a; Sal 97, 5-6. 7-9a. 9b.; Tes 3, 7-12; Lc 21, 5-19)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Con esta Eucaristía solemne clausuramos el Congreso de Apostolado Seglar celebrado por iniciativa de la CEE en Madrid desde el viernes pasado con una amplísima y rica participación de fieles laicos de todas las Diócesis de España, acompañados por sus Obispos y sacerdotes. Nuestra “Acción de Gracias” se concreta y dirige al Señor por los frutos apostólicos y pastorales de estas densas jornadas de reflexión, diálogo y oración, compartidas en un espíritu de gozosa comunión eclesial en torno a una triple urgencia para los seglares católicos de la España de hoy: la de sentir y vivir la llamada a ser cristianos en el mundo con todas sus exigencias intrínsecas y con todas las consecuencias históricas, determinadas por la hora presente de la Iglesia y de la sociedad española; la de comprender y realizar esta llamada en plenitud, sin recorte alguno y, por lo tanto, como una vocación a la santidad; y, finalmente, la de traducirla en un valiente compromiso apostólico al servicio de la misión de la Iglesia,  que no es otra que la de evangelizar.

¡Sí, damos gracias a Dios Padre, por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo, en virtud de la gracia del Espíritu Santo, por haber comprendido un poco más profundamente la riqueza del don de la salvación definitiva que nos ha sido dada y adquirida por el amor sacerdotal del Hijo, clavado y muerto en la Cruz por nosotros y victorioso en la Resurrección!

Con esta certeza fundamental de nuestra fe, renovada en este Domingo, ya al final del Año litúrgico del 2004, más conscientes y agradecidos por la gracia recibida de ser cristianos -¡nuestra común condición ante Dios, de fieles y pastores en la Iglesia!-, y de poder vivir como tales en medio de la sociedad y entre los hombres de nuestro tiempo, después de esta luminosa y reconfortante experiencia del Congreso de Apostolado Seglar que estamos concluyendo, podemos pedir al Señor, Dios nuestro, convencidos más íntima y decididamente que nunca, que nos conceda vivir siempre alegres en su servicio, porque en servirle a Él, creador de todo bien, consiste el gozo pleno y verdadero.

2. Porque no nos podemos ni debemos engañar, ni a nosotros mismos, ni a nuestros contemporáneos: ¡sólo el servicio a Dios, Creador y Redentor del hombre, abre a cada persona y a la humanidad entera el camino que, a través de la historia, puede conducirle a la victoria sobre todo mal, en especial el mal de los males: el de la muerte temporal y eterna!

La tentación del hombre de autodefinirse como autor primero y último de su propia felicidad, de poner “sus llaves” -las del ser feliz- en sus propias manos, al margen de Dios, incluso, plantándole cara, le ha acompañado desde el principio. En “la modernidad” -¡acordémonos de lo sucedido en el siglo XX con sus dos guerras mundiales y el triunfo político de los más terribles totalitarismos de la historia!- y en la encrucijada de este comienzo del tercer milenio, tan poderoso y tan brillante en muchos de sus adelantos científicos y técnicos y tan transido de dolor, de miseria y de muerte en muchos lugares y situaciones por los que atraviesa el mundo actual, esa tentación se ha convertido para los grandes poderes que rigen los destinos del mundo en una fascinación irresistible y en una habitual norma de conducta, tanto en el ámbito de lo privado como en lo público.

Ya decía proféticamente Juan Pablo II, refiriéndose a Europa, en el acto europeísta de la Catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, con el que ponía fin a aquel su primer e inolvidable viaje apostólico a España: que la división más honda que atravesaba el corazón de los pueblos europeos no era tanto la que procedía de su enfrentamiento confesional, más o menos superado, o de los choques políticos de la segunda mitad del pasado siglo, simbolizados por el telón de acero y el muro de Berlín, sino la que estaba surgiendo de la creciente opción de vida, hecha por muchos ciudadanos de Europa y por las más influyentes corrientes de su cultura y opinión públicas, negando explícitamente a Dios o viviendo como si Dios no existiese; más aún, “por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida que garantiza equilibrio a las personas y comunidades”. Su exhortación postsinodal sobre la Iglesia en Europa confirmaba hace poco más de un año la vigencia agravada de este pronóstico. Son ya muchos los europeos a los que no ha llegado el primer anuncio del Evangelio.

3. Ante este formidable reto histórico con el que nos encontramos la Iglesia y los cristianos de comienzos del tercer milenio, en España y en Europa, dejemos que la luz de la palabra de Dios ilumine nuestra fe con su claridad inconfundible, llene de gozoso vigor muestra esperanza y nos impulse a vivir ya aquí en la peregrinación de la historia la victoria definitiva del amor de Cristo Resucitado:

Sí, llegará el día “ardiente como un horno”, como profetizaba Malaquías, en el que “los malvados y perversos serán la paja”; en el “que no quedará de ellos ni rama ni rastro”; pero, en cambio, a los que honran el nombre de Dios “los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas”.

Ese día ha llegado ya de forma sorprendente y absolutamente insospechada, aunque su revelación plena está pendiente aún: el Hijo ha tomado carne del seno de la Virgen María; su  infinito amor, lleno  de misericordia, le ha llevado al Sacrificio de la Cruz, aceptado por el Padre el día de la Resurrección, abriendo las puertas de la Gloria a la humanidad entera. El juicio de Dios se manifestaba misericordioso hasta límites insuperables para todos los que en medio de las vicisitudes de este mundo vencen día a día el pecado en su existencia personal y en la vida del mundo, siendo testigos de ese Evangelio de la Gracia que ha hecho nueva la Ley de Dios: que ya se puede cumplir en la tarea y en el trabajo cotidiano y que nos salva, como lo mostraba San Pablo a los Tesalonicenses: “ya sabéis cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo”: trabajando y labrando en todos los surcos de la historia, con la perseverancia y el sudor propio de los evangelizadores.

4. Ser testigos, aquí y ahora en España, es una exigencia que habéis descubierto con acentos propios y concretos en estos días de Congreso, precisamente como fieles laicos y a través de vuestra específica responsabilidad de ser instrumentos imprescindibles de santificación de todas las realidades temporales: desde el matrimonio y la familia, hasta la escuela, la cultura, la opinión pública, el mundo de la economía y del trabajo y de la comunidad política. ¡Testigos de Jesucristo y de su Evangelio, y de nadie y de nada más! Testigos de un Evangelio plena y limpiamente conocido, creído, profesado y vivido en la comunión de su Iglesia.

“España evangelizada, España evangelizadora, ése es el camino”, nos decía el Papa en sus palabras de despedida al finalizar la Eucaristía de las cinco canonizaciones de la Plaza de Colón el día 4 de mayo del 2003. Palabras conmovidas, llenas de una no contenida emoción. Con los jóvenes de España, a los que Juan Pablo había entusiasmado en la Vigilia de la tarde anterior en “Cuatro Vientos”, invitándoles a ser testigos claros, directos y creíbles de Jesucristo, a partir de la experiencia interior del trato íntimo con Él, aprendida en “la Escuela de María”, debemos hoy todos los fieles de la Iglesia en España, especialmente los fieles laicos, acoger como una voz del Espíritu la exhortación final del Papa en aquella luminosa mañana madrileña: “No descuidéis nunca esa misión -la de la Evangelización- que hizo noble a vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro… se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo”.

En esta “Tierra de María”, con su amparo y auxilio y con la intercesión de tantos santos contemporáneos, del último de los beatificados, Pedro Tarés, figura insigne de seglar apostólicamente comprometido en horas y circunstancias dramáticas de nuestra historia, podemos y debemos proclamar hoy con palabras de Juan Pablo II: ¡el futuro nos pertenece! Los jóvenes católicos de España, unidos a muchos de sus hermanos europeos, lo han vuelto a poner de manifiesto en su peregrinación al Sepulcro del Apóstol Santiago, en agosto pasado, dispuestos a ser testigos de Jesucristo para una Europa de la esperanza.

¡No, no hay que tener miedo a ser testigos, a pesar de todas las incomprensiones y persecuciones que nos sobrevendrán como el Señor lo ha predicho!, porque “ni un cabello de vuestra cabeza perecerá, con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

¡El futuro es del Evangelio: del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo! La esperanza del futuro en España es esa juventud que vuelve a descubrir con inusitada y contagiosa frescura el gozo de ser cristiano, de haber encontrado a Jesucristo, el valor del patrimonio de fe y de vida recibido de sus mayores a través del anuncio y la experiencia del Evangelio, vivido a través de la historia milenaria de sus Iglesias diocesanas, que hoy recordamos: nacidas al calor de la predicación apostólica en los albores mismos de la era cristiana. Ellos son la  nueva semilla de una Iglesia viva que florece y florecerá en España con frutos de justicia, de amor y de paz.

Amén.

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