El Corazón de Jesús fuente infinita de verdadero Amor

DEL AMOR QUE NOS SALVA

Mis queridos hermanos y amigos:

El viernes pasado celebrábamos con toda la Iglesia la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. ¡Una forma teológica, eminentemente espiritual y misionera de conocer, contemplar y vivir el Misterio adorable de Jesucristo Redentor del hombre! Pío IX extendía su celebración a la Iglesia Universal en 1856 y Pío XII, muy fresco todavía en la memoria de la humanidad contemporánea el recuerdo de la II Guerra Mundial, conmemoraba su primer centenario en 1956 con la publicación de un luminoso escrito, la Encíclica “Haurietis Aquas”, en el que se subrayaba con fuerza el valor pastoral de la devoción al Corazón de Jesús, el Divino Redentor, para instaurar una nueva época de renovación de la vida cristiana y de la vocación apostólica de los hijos de la Iglesia: de los sacerdotes, los consagrados y los laicos. El Magisterio Pontificio se hacía así eco agradecido y gozoso de un capítulo de la historia espiritual de las almas, moderno en el tiempo por la hora histórica y el “sitio de la vida” en el que surge y comienza a desarrollarse vigorosamente –el siglo XVIII–; y, hondo y fecundo apostólicamente, porque centra toda la vida y la misión de la Iglesia en el Misterio de Cristo y, precisamente, en aquel aspecto de su persona y de su obra que es clave para comprender cómo Dios salva al hombre y que San Juan en su primera carta explica con una claridad y belleza inéditas: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como victima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4,10). En el sacratísimo Corazón de Jesús, del que brotó sangre y agua, después de que el soldado le atravesara el costado con la lanza para verificar el hecho de su muerte en el cruz, actuaban –y actúan– con un realismo humano-divino inefable, simultáneamente, el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo, y con una riqueza tal de perdón y de misericordia para con nosotros pecadores, que el hombre de alma sencilla y abierta a su propia verdad más verdadera –valga la redundancia– no podía por menos de acoger rindiéndose: ¡rindiendo su corazón! En el Corazón de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, víctima y oblación de amor infinito por nuestros pecados en el altar de la cruz, “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). Todas las expectativas de la humanidad respecto a las posibilidades de su salvación, vividas y expresadas en la historia de las religiones, sin excluir la historia del pueblo elegido de Israel, quedaban infinitamente superadas por la Pascua de Cristo.

El amor de Cristo, reflejado en su Corazón “herido por nuestros pecados”, había inflamado desde el principio de la evangelización las mejores almas de los que lo conocían y se habían acercado a Él. El prototipo más excepcional de “los enamorados” de Jesucristo fue Pablo, a quien vamos a recordar especialmente en este año de su bimilenario. La respuesta a ese amor crucificado y glorioso del Señor sólo podía ser la de “rendirle el homenaje de nuestro amor”. Cuando “el hombre moderno”, de pasado a historia cristiana, comienza a olvidar deliberada y descaradamente de quién le ha venido y viene el verdadero amor, el amor que le crea, redime y salva, y se autoerige, con creciente soberbia, en la medida y fuente del amor, negando su condición de pecador, entonces su historia –que llega hasta nuestros días– se ensombrece de frustraciones, de desesperación, de odio y de muerte.

La necesidad más esencial y más urgente de nuestros contemporáneos para poder enderezar el camino de su vida, era y es indudablemente de naturaleza radicalmente espiritual: la necesidad de descubrir sin reservas y condicionamiento alguno, en medio de la realidad de nuestra historia pecadora, que Dios es Amor y que nos ha amado en su Hijo Jesucristo, en la entrega sacerdotal de su vida para con nosotros, de tal modo que, a su vez, nosotros le correspondamos con la humilde ofrenda de nuestro amor a El y a nuestros hermanos. ¡Sí, nosotros, los hombres del siglo XX y, ahora, los del siglo XXI, necesitamos urgentemente descubrir en el Corazón de Jesús los beneficios de su amor, rendirle nuestros propios corazones y ofrecerle cumplida reparación. A esa fuente divina de gracia inagotable queremos y debemos ir todos los que formamos la comunidad eclesial, especialmente en Madrid, para que brille en el mundo, con el esplendor del Resucitado, la fuerza invencible del Amor. A esa fuente de la verdadera vida queremos y debemos conducir los Pastores de la Iglesia, con especial dedicación por nuestra parte, a las jóvenes generaciones ¡a la juventud de Madrid! El próximo viernes, en nuestra peregrinación al Cerro de los Ángeles, consagraremos esa juventud al divino Corazón de Jesús. Nuestras alabanzas, nuestra acción de gracias, nuestra plegaria, que pondremos sobre el Altar de la Eucaristía, irán dirigidas al Señor Jesucristo para que las acepte por su infinita misericordia: ¡que la oblación incruenta de su Cuerpo y de su Sangre, ofrecida por el ministerio de sus sacerdotes en este día tan solemne de la consagración de los jóvenes de Madrid a su Sagrado Corazón, dé abundantes frutos de gracia y santidad! ¡dé respuestas verdaderas a los problemas más graves y acuciantes de los jóvenes madrileños! Ahora y en el futuro.

A nuestra Señora la Virgen María, “de La Almudena”, su Madre y nuestra Madre, Madre del Amor Hermoso, nos confiamos plenamente para llevar adelante con gozo valiente ese bello y gran empeño de la nueva evangelización de los jóvenes de Madrid que es la “Misión Joven”.

Con todo afecto y mi bendición,

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