Homilía en la Eucaristía de Clausura del VIII Congreso europeo de Migraciones, organizado por el Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas

Catedral de Málaga, 1 de mayo de 2010; 13’00 horas

(Gén 1,26-2,3; Sal 89,2.3-4.12-13.14 y 16; Mt 13,54-58)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Concluye con esta solemne celebración eucarística en la Santa Iglesia Catedral de Málaga el VIII Congreso europeo de Migraciones, organizado por el Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas. Es para nosotros, los Obispos españoles, y para la Conferencia Episcopal Española, un motivo de gozo pastoral, compartido con los Episcopados europeos, el poder haber ofrecido con espíritu de fraternidad colegial y de comunión eclesial, junto con la Diócesis de Málaga y su Pastor, nuestros servicios técnicos y nuestra acogida cordial para la celebración de un encuentro de todos los que en las Conferencias Episcopales europeas con generosa disponibilidad pastoral y espíritu apostólico se ocupan de abrir los cauces de la caridad de Cristo a esa –ya multitud– de hermanos nuestros, los emigrantes, que vienen a buscar en los Estados de la Unión Europea condiciones económicas, sociales, jurídicas y políticas para lograr que su v ida y de la de sus familias se desenvuelvan con aquel mínimun de bienestar que es propio de la dignidad humana. Condiciones más propicias que las que se dan en sus países de procedencia. El problema del tratamiento pastoral de la emigración se nos plantea, además, sobre todo desde la apertura de fronteras entre los países de la Unión Europea, como un problema interno de la sociedad y de la Iglesia en Europa. Nuestra experiencia −la experiencia española− en el pasado y en el presente nos hace especialmente sensibles al gran reto pastoral que significa esa llegada de numerosos emigrantes a nuestros pueblos y ciudades para una fiel y plena concepción del Mandato Nuevo del amor fraterno y para su realización coherente y perseverante. España ha abierto el capítulo del descubrimiento y evangelización de la América hermana; los españoles hemos emigrado a los países y naciones que la componen después de su independencia; nos hemos visto, obligados por las circunstancias, a emigrar a los países de la Europa de la postguerra y del “milagro económico”… Recibimos, ahora, flujos abundantes de emigrantes procedentes de los cinco Continentes. En América, Europa y África, sobre todo, se encuentran sus lugares de origen. El pueblo y la Iglesia en Andalucía, –¡esta hermosa tierra de España!,– son poseedoras de una cultura de la emigración hondamente arraigada en una historia milenaria de crisol de gentes, de estilos de vida, de espíritus emprendedores y de fino sentido de la hospitalidad. Una historia que se va configurando, inspirada en la máxima paulina del “caritas Christi urget nos” –de “el amor de Cristo nos urge”–, cada vez más pronunciadamente como cristiana.

2. Permítanme, pues, saludar con afecto fraterno en el Señor Resucitado a los Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos presentes, junto con sus sacerdotes y los colaboradores, consagrados y seglares, que han participado en el Congreso y, lo hacen, ahora, en esta celebración eucarística. El Congreso ha abordado con un análisis realista de la situación y con una reflexión ponderada y minuciosa la problemática actual de la emigración en Europa, bajo la perspectiva y a la luz de la antropología teológica y de la doctrina social de la Iglesia, que la concreta y desarrolla en el campo de los principios de la moral cristiana y de la ética personal y comunitaria. Un campo ciertamente “pre-político”; pero de una decisiva importancia si se quiere acertar con las medidas políticas y jurídicas que, desde la perspectiva de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales y mirando al bien común, sirvan para plantear el problema y resolverlo con sentido de justicia y de solidaridad, dejando el espacio social, cultural, espiritual y religioso debido para que se pueda actuar y realizar “la verdad en la caridad”. Este habría de ser el objetivo pastoral y apostólico que deberíamos mantener cada vez más vivo en el ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia en Europa. Es quizás la fórmula teológica y espiritual más adecuada y urgente para llevar a cabo con nuevo ardor y con nuevas expectativas de frutos apostólicos lo que la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos de octubre de 1999 en vísperas del Gran Jubileo y, luego, la Exhortación Postsinodal “Ecclesia in Europa” del Siervo de Dios Juan Pablo II de 28 de Junio del 2003, nos demandaban con lucidez histórica: ¡anunciar a Europa el Evangelio de la Esperanza! Anunciar que “Jesucristo es nuestra Esperanza”, celebrarlo, servirlo, para convertirse, a través de una renovada experiencia pascual de Jesucristo Resucitado, al Evangelio de la Esperanza, a fin de que pueda alumbrar una nueva Europa.

3. Esta es la perspectiva que ilumina también inequívocamente el camino que habrá de seguir la pastoral europea de la emigración en el presente y en el futuro y que no es otra que la que nos muestra, luminosamente reformulada y actualizada, la Encíclica “Caritas in Veritate” de nuestro Santo Padre Benedicto XVI: “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, “caritas in veritate”, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don” (CiV 79). Es el Don de Resucitado, el don del Espíritu, Santo, el que sostiene y alimenta nuestra esperanza de poder ser sus testigos e instrumentos en la actual realidad europea del mundo emigrante. El problema de la emigración en Europa no es nuevo; sí lo es en la forma actual de su planteamiento, tan fuertemente condicionado por el contexto del mundo globalizado. Presenta indudables características, de algún modo inéditas, por su complejidad socio–cultural y por el impacto cualitativo que produce en nuestros modelos vigentes de sociedad; y no sin influencia en los mismos del clásico factor del “número” o de la proporción cuantitativa. Benedicto XVI no duda en afirmar que estamos ante un fenómeno social que marca época, que requiere una fuerte clarividencia política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. El diagnóstico del Papa es fácilmente verificable en cualquier parte de la Europa de comienzos del III Milenio.

4. ¿Cómo enfrentarse con el problema de la multiculturalidad, respetando las culturas de los distintos grupos de emigrantes y tratando de integrarlas en un marco de una ética social basada e inspirada en los valores universales de lo humano? Sus reflejos y consecuencias jurídicas han encontrado en la Declaración Universal de los Derechos del hombre su expresión histórica más cuajada cultural y políticamente. Se trata, por lo tanto, inevitablemente de una ética abierta al valor de la verdad trascendente y al diálogo interreligioso, dentro del cual se pueda ofrecer y testimoniar el “Dominus Iesus” –el “Señor Jesús”–, raíz viva e inherente del “alma europea”. La tarea para la Iglesia y los cristianos en Europa se presenta, tanto más exigente y comprometida, cuanto más aparezca como inseparable del compromiso de una nueva evangelización de los propios europeos, entregados en una gran medida a las distintas variantes de un laicismo cada vez más incisivo y secularista. Con no menos dificultad teórica y práctica hay que afrontar el problema de la familia de los emigrantes. ¿Quién puede dudar desde la perspectiva de una ética pre–política, enraizada en la ley natural, de su derecho a la agrupación familiar, singularmente de los padres e hijos? La diversidad de tradiciones propias religiosas y culturales, relativas al matrimonio y a la familia, –diversidad tan radical a veces–, no puede ser ignorada; como tampoco puede pasarse de largo ante el alejamiento cada vez más rupturista de las modas y de las leyes europeas actuales, referentes a la institución matrimonial y familiar, respecto a la gran tradición jusnaturalista y cristiana del matrimonio y de la familia, eminentemente constitutiva de su historia. El efecto de esta desviación cultural, ética y jurídica de lo que han sido los ejes centrales de la cultura europea, se ha plasmado en una negación, de principio, del derecho a la vida del ser humano desde el momento de la concepción hasta su muerte natural y en una imparable crisis demográfica que ensombrece el horizonte del futuro de Europa y pone al descubierto una de las causas más decisivas, interna y externamente, de la actual problemática europea de la emigración. ¿Cómo deberían de reaccionar la sociedad y la Iglesia ante el problema, visto hoy en el contexto de una extraordinariamente preocupante crisis económica que amenaza el empleo, destruye puestos de trabajo y desestabiliza a las familias y a las personas? ¿Cómo mantener y promover un clima de acompañamiento y de asistencia de los emigrante no discriminatoria de sus más elementales derechos? El Papa nos recuerda el criterio que ha de regirnos y orientarnos en este delicadísimo momento, un criterio de elemental ética humana: los emigrantes “no deben ser tratados como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales ineludibles que han de ser respetados por todos y en cualquier situación. Sin olvidar, a continuación, que “los diversos ordenamientos legislativos” han de salvaguardar “las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino” (cfr. CIV, 62).

5. En esta delicada coyuntura histórica, ante el desafío pastoral que representa el fenómeno globalizado de la actual emigración, a la Iglesia en Europa le toca más que nunca acentuar con palabras y obras aquel rasgo constitutivo, de los que definen su ser teológico en la línea doctrinal del Vaticano II y del Magisterio Pontificio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI: ser “casa y escuela de Comunión”. Primero: anunciando “el mandamiento nuevo” en toda su frescura y autenticidad pascual: amando al otro como Cristo nos amó. “No como aman quienes viven en la corrupción de la carne –como enseña San Agustín– ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que Él nos amó”. Esta forma última e insuperable del amor fraterno garantiza no sólo que se cumplan las muchas exigencias de la justicia estrictamente dicha, individual y social, e incluso las demandas de la solidaridad más generosa, sino que las sobrepasa con las actitudes de entrega sacrificada y gratuita por el bien del prójimo. Segundo: acogiendo en los ámbitos propios de su vida interna –los catequéticos, formativos, litúrgicos y comunitario…– sin reserva alguna y con verdadero “espíritu católico”, a los hermanos venidos de otros países y de otras tradiciones eclesiales, tratándolos como hermanos con la plenitud canónica de sus derechos eclesiales, y prestando a la vez con verdadera sensibilidad ecuménica toda su colaboración material y espiritual a los hermanos pertenecientes a otras Iglesias y confesiones cristianas. Tercero: abriendo fraternalmente las puertas de la caridad practicada, de la asistencia jurídica y social, humanamente cercana, y de la formación cívica y cultural a cualquier emigrante de cualquier religión y de cualquier país o lugar de procedencia.

6. La fiesta de San José Obrero enmarca nuestra celebración litúrgica. Su papel de esposo de María y de padre de Jesús lo ejerce en la patria y en el extranjero como un sencillo trabajador que se sabe puro instrumento de una obra más grande: la de la salvación de Dios venida al mundo con y por el Niño y con la cooperación singular de su Virgen Esposa: ¡la Madre! En él se nos revela con inmarchitable novedad y ternura como son el camino y los métodos del amor que salva al hombre, a cada persona y a toda la familia humana; que no son otros que los caminos de la pequeñez, alejada de la fama y del poder humano. Y se nos revela también cuánto es el valor del trabajo del hombre sobre la tierra, muy superior a cualquier cálculo económico: el trabajo pertenece esencialmente al desarrollo auténtico de la dignidad humana y al ejercicio responsable del cuidado de la naturaleza: obra de Dios y para su Gloria.

A Jesús, María y José nos encomendamos con fervor, confiándole el bien de nuestro emigrantes y de sus familias y los frutos pastorales de nuestro Congreso.

Amén.

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