Un caminar de fe y esperanza. Jornada Mundial del emigrante y del refugiado

 

JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO

Migraciones: peregrinación de fe y esperanza

20  ENERO 2013

  

Un caminar de fe y esperanza

       La Jornada Mundial  de las Migraciones, el próximo domingo 20 de enero, nos invita en el marco de la Misión Madrid a dejar resonar en nuestro corazón las palabras de san Pablo: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). La experiencia de Jesucristo nos anima a salir al encuentro, con el entusiasmo y la valentía que impulsaron a las primeras comunidades cristianas, de las personas inmigrantes y sus familias, a quienes la crisis golpea más gravemente. Es esencial para ofrecerles la acogida que esperan de nosotros. «Arraigados y edificados en Cristo», estamos llamados a hacer visible y perceptible el proyecto de Dios: invitar a todos los hombres, sin excepción o exclusión alguna, a la comunión con Dios que nos abre «la puerta de la fe». Seamos un espacio acogedor donde se reconozca a todo hombre la dignidad que le otorgó su Creador.

 

FE Y ESPERANZA, “EQUIPAJE” ESPIRITUAL DE QUIENES EMIGRAN

En el corazón de muchísimos trabajadores inmigrantes, «fe y esperanza forman un binomio inseparable, puesto que en ellos anida el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la «desesperación» de un futuro imposible de construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado por la profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este consuelo hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con ellas «podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino».[1]

Nuestra Iglesia Diocesana ha de tener en cuenta que las personas que, por motivos diversos, viven la experiencia de la migración han sufrido un profundo cambio cultural con el desplazamiento geográfico, la transferencia de un mundo rural a un mundo urbano y al sector industrial o de servicios. Esta realidad –como ya indicaba el pasado año- pone de relieve nuestro deber de ayudar a que la fe no se quede en un simple recuerdo para el inmigrante: necesita imperiosamente cultivarla para, con su luz, leer su nueva historia desde la misma fe. Es el mejor servicio que les podemos prestar. Han venido en búsqueda de unos medios de vida y del reconocimiento de su dignidad de personas, atraídos por nuestro bienestar y, también, porque necesitamos su trabajo.

De aquí resulta una evidencia pastoral: el compromiso de nuestras comunidades cristianas con los inmigrantes no puede reducirse simplemente a organizar unas estructuras de acogida y solidaridad, por muy generosas que sean; esta actitud menoscabaría las riquezas de la vocación y misión de la Iglesia, llamada a transmitir la fe, que se fortalece dándola; la acción pastoral debe dar respuesta a las cuestiones antropológicas, económicas y políticas que encierra la condición del inmigrante, tal como se plantean en la hora actual de la historia desde la luz del Evangelio. Prioridad de nuestras comunidades será favorecer el desarrollo de su personalidad cristiana, esto es, de su fe y esperanza, a fin de cultivar el encuentro y amistad con Cristo. Nada hay más bello y fecundo. 

 

CONSTRUCTORES DE UNIDAD INTEGRADORA

En una sociedad cada vez más intercultural y multiétnica, como es nuestro Madrid, nos encontramos  con nuevas problemáticas, no sólo desde un punto de vista humano, sino también ético, religioso y espiritual.Este cúmulo de circunstancias reclama de nuestras comunidades parroquiales una mayor imaginación pastoral. Inmigrantes y madrileños estamos llamados a propiciar el reconocimiento del otro en su identidad y en su diferencia, a descubrir en las personas de orígenes y culturas diferentes la obra de Dios.La Iglesia es una familiay no podemos considerarnos ajenos los unos de los otros. Estamos llamados a desarrollar una convivencia verdaderamente humana basada en la fraternidad. Somos vecinos y conciudadanos, somos hermanos llamados a formar parte del único Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Viviéndolo así seremos constructores de unidad integradora, capaces de acogernos unos a otros por encima de las diferencias de nuestros países y culturas de procedencia.

Este es un compromiso que siempre adquirimos los cristianos al celebrar la Eucaristía. Ella es fuente de caridad, fraternidad, justicia, solidaridad y paz.Demostremos que somos lo que creemos y celebramos. Somos, no lo olvidemos, un pueblo sacerdotal llamado a testimoniar la gratuidad del amor misericordioso de Dios y a actualizar el amor que celebramos y recibimos en la Eucaristía en la vida diaria. Siendo fieles a la comunión fraterna, que se alimenta de la Eucaristía, hacemos visible la solicitud paterna de Dios Creador, sobre todo, en la familia y, también, en la escuela, en el trabajo y en las más diversas condiciones de la existencia humana. Compromiso que, de una parte, nos lleva a no perder de vista la meta final de la Gloria de Dios que da sentido y valor a nuestra entera existencia y, de otra, nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para hacer frente al apasionante reto de construir juntos un futuro de esperanza más concorde con el proyecto de Dios.

Nuestras comunidades parroquiales están urgidas a repensar sus proyectos pastorales, y a mantenerse en su vocación misionera, pues el cometido fundamental de la Iglesia, en todas las épocas y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientando la conciencia y la experiencia de la humanidad hacia el misterio de Cristo. Deben constituirse en testigos de la buena Noticia para los hermanos nuestros provenientes de culturas y pueblos tan diferentes, que se insertan hoy en el entramado social de nuestras ciudades, municipios, barrios, y feligresías. De este modo, los inmigrantes que conocieron y acogieron a Cristo no serán inducidos por las circunstancias a perder el sentido de la fe, y/o a no reconocerse parte de la Iglesia. También los fieles procedentes de las Iglesias Católicas Orientales podrán superar con esta ayuda las dificultades que encuentran para celebrar y vivir su fe, como consecuencia de su dispersión. No nos olvidemos, por otra parte, de ir al encuentro de aquellos que aún no han encontrado a Jesucristo, o lo conocen solamente de modo parcial y fragmentario.

Nuestro compromiso ha de desarrollarse de forma constante a través de la predicación, la catequesis y la actividad pastoral orientada a infundir en todos los fieles un sentido más profundo de su comunión en la fe apostólica y de su responsabilidad en la misión de la Iglesia. Juntos estamos llamados a buscar -aunque falte, como es el caso de los inmigrantes, el apoyo cultural que existía en el país de origen- nuevas respuestas pastorales, métodos y lenguajes para una acogida siempre viva de la Palabra de Dios.

 

EN ESTA DIFÍCIL COYUNTURA DE CRISIS GLOBAL,

UNA FE QUE ACTÚA POR LA CARIDAD.

Urge vivir la catolicidad no solamente en la comunión fraterna de los bautizados, sino también en la hospitalidad brindada al inmigrante, sea cual sea su raza, cultura y religión, rechazando toda exclusión o discriminación, respetando y promoviendo los derechos inalienables de las personas y pueblos. «En esta difícil coyuntura histórica de crisis global generalizada, las comunidades cristianas han de perseverar haciendo tangible la caridad de Cristo en el testimonio vivo de los creyentes. La fe cristiana tiene la capacidad de impregnar todos los aspectos de la vida del hombre. Lleva en sí misma una vocación de totalidad. El Hijo de Dios, al haber asumido nuestra condición humana, no deja ningún aspecto de la vida humana sin iluminar ni transformar. Es preciso, por tanto, que la misión alcance todos los ámbitos de la sociedad y a todas las expresionesculturalesdescubriendo en ellos un lugar privilegiado para proponer a los hombres la salvación de Cristo».[2] 

Las comunidades parroquiales han de perseverar con valentía y generosidad en la labor iniciada en favor de los inmigrantes, promoviendo su calidad de vida; una vida más digna del ser humano y de su vocación espiritual. La solicitud maternal de la Iglesia diocesana ha de mantener:

~      Proyectos de caridad para resolver las numerosas emergencias en estos tiempos de crisis socioeconómica, -sin olvidar la cuestión de la inmigración irregular con cuanto comporta de tráfico y explotación de personas-, con la entrega generosa de los  equipos y movimientos parroquiales, en colaboración con los equipos diocesanos y todas las personas de buena voluntad.

~      Programas de acogida que favorezcan y acompañen la inserción integral de los emigrantes, sin olvidar la dimensión de la fe y de la práctica religiosa, esencial para la vida de cada persona, como viene haciendo con su lema nuestra Delegación Diocesana: «Atención al hombre y servicio a la fe sin dicotomías, para que pueda leer su nueva historia desde la fe». Para ello han de formarse “apóstoles” de pastoral inmigrante. Es preciso conocer y profundizar en la comprensión de la condición inmigrante, que curte a la persona y que se halla influida por el cambio de civilización que implica el desarraigo. Por supuesto, también, por la normativa legal, así como por aquellas actitudes y actuaciones de las personas y de los grupos sociales que precarizan su situación entre nosotros. Por tanto, trabajar por mejorar esas situaciones se convierte en un supuesto indispensable para que la persona inmigrante sea reconocida en toda su dignidad «El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna».[3] En justa y necesaria correspondencia los trabajadores inmigrantes han de esforzarse para que crezcan en ellos los sentimientos de pertenencia y participación, sin que puedan renunciar a comprometerse, junto con los demás vecinos, en orden a lograr una convivencia verdaderamente humana, justa, solidaria y fraterna; y, si son católicos, a ocupar el lugar que les corresponde en la Iglesia diocesana que es la suya.

 

ESTAMOS LLAMADOS A CONVIVIR FRATERNALMENTE.

La llamada a vivir fraternalmente autóctonos e inmigrantes brota de la antropología cristiana, basada en la paternidad de Dios, enraizada en el ser social del hombre, explicada luminosamente por la teología de la creación y de la redención. Puesto que Dios es Trinidad, Misterio de comunión de  tres Personas divinas, la igualdad y libertad de los hombres compartida y enriquecida por la diversidad se inscriben en el ser mismo de la persona humana. Por ello hemos de reconocernos los unos a los otros en nuestra dignidad filial. «El compromiso social y humanitario halla su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes de que «el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre»[4]  La promoción humana integral no es posible si no tiene lugar en el marco de la comunión espiritual, la que se funde y nace de «una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. La Iglesia ofrece siempre un don precioso cuando lleva al encuentro con Cristo que abre a una esperanza estable y fiable»[5]. Debemos reiterar, en efecto, que «la solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber y la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda»[6]. El rostro inconfundible de cada inmigrante refleja el rostro concreto de Cristo. La Misión-Madrid exige que nos hagamos responsables de este servicio y testimonio de la verdad en todos los ambientes de nuestra diócesis; y, muy especialmente, entre nuestros hermanos emigrantes.

En este contexto, no se puede olvidar que la Iglesia reconoce a todo hombre el derecho a emigrar, en el doble aspecto de la posibilidad de salir del propio país y la posibilidad de entrar en otro, en busca de mejores condiciones de vida. Aunque antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a que no falten las condiciones objetivamente válidas para permanecer con dignidad en la propia tierra. Es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. En la actual situación socioeconómica los flujos migratorios deben ser regulados en el respeto de los derechos fundamentales y del bien común, porque una aplicación indiscriminada del derecho a emigrar y la consiguiente inserción en la economía sumergida ocasionarían daño y perjuicio al bien común de las comunidades de acogida y de los mismos inmigrantes. Esto exige que no se ceda a la indiferencia sobre los valores humanos universales, sin dejar de cuidar el propio patrimonio cultural propio. Todos hemos de colaborar en el crecimiento de una actitud madura de la acogida, que, teniendo en cuenta la igual dignidad de cada persona y la obligada solidaridad con los más débiles, exige que se reconozca a todo migrante los derechos fundamentales y que se procure una definición de un plan de integración, que garantice la equiparación en derechos y deberes; y la posibilidad de participación en el proyecto común de la sociedad. Pueden ser muy beneficiosos los acuerdos bilaterales con los países de origen para el reconocimiento efectivo y práctico de esos derechos fundamentales, en especial el derecho de vivir en familia. Invertir en el desarrollo debe de ser en cualquier caso un valor permanente para las sociedades más prósperas y para los Estados. También, la persona del emigrante.

Para  «la Iglesia experta en humanidad», «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón»,  la persona humana es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión…, camino trazado por Cristo mismo»[7].

 

HACER POSIBLE UNA CONVIVENCIA PROFUNDAMENTE HUMANA,

SOBRE LA BASE DEL MUTUO RECONOCIMIENTO.

Estamos, pues, ante un reto insoslayable: afrontar con determinación la tarea histórica de hacer posible una sociedad nueva, una convivencia profundamente humana, sobre la base, eminentemente evangélica, de nuestro mutuo reconocimiento como hermanos. «Hoy notamos la urgencia de promover, con nueva fuerza y modalidades renovadas, la obra de evangelización en un mundo en el que la desaparición de las fronteras y los nuevos procesos de globalización acercan aún más las personas y los pueblos, tanto por el desarrollo de los medios de comunicación como por la frecuencia y la facilidad con que se llevan a cabo los desplazamientos de individuos y de grupos»[8]. Para la Iglesia, esta realidad constituye un signo elocuente de nuestro tiempo, que evidencia aún más la vocación de la humanidad a formar una sola familia y, al mismo tiempo, las dificultades que, en lugar de unirla, la dividen y la laceran. «En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras»[9].

Asumir responsabilidades, problemas, desafíos y esperanzas ante el mundo, forma parte del compromiso de anunciar el Evangelio de la esperanza.  En efecto, siempre está en juego el futuro del hombre en cuanto que ha de vivir en la esperanza. Es comprensible que, ante la acumulación de retos a los que la esperanza está expuesta, surja la tentación del escepticismo y la desconfianza; pero el cristiano sabe que la Iglesia, como sacramento de salvación, ha de trasmitir y realizar con obras y palabras el amor de Dios a todo hombre y a todo el hombre, afrontando incluso las situaciones más difíciles, porque el fundamento de su esperanza es indestructible: Cristo muerto y Resucitado por nosotros; ¡su Victoria Pascual! Solamente en el Señor se pueden encontrar las fuerzas para oponerse al desencanto y permanecer en el servicio de Dios, que quiere la salvación y la liberación integral del hombre.

 

«ANUNCIAR A JESUCRISTO, ÚNICO SALVADOR DEL MUNDO,

CONSTITUYE LA MISIÓN ESENCIAL DE LA IGLESIA».

          «Una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes»[10]. Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia que, «germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano, constituida por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra »[11]. Esta es su identidad más profunda. La Iglesia existe para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa. Las condiciones de la sociedad nos obligan, por tanto, a revisar métodos, a buscar por todos los medios el modo de llevar al hombre moderno −y “al postmoderno”− el mensaje cristiano, sólo en el cual podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza para hacer realidad una auténtica solidaridad humana.

     Que esta Jornada Mundial nos ayude a todos a renovar la confianza y la esperanza en el Señor que nos ha nacido de nuevo, que es “Dios con nosotros”: “el Emmanuel”.No perdamos la oportunidad de encontrarlo y reconocer su rostro en los gestos de bondad que vivamos y ofrezcamos en nuestro reconocimiento mutuo. Alegrémonos porque el Señor está cerca de nosotros y, con Él, podremos superar todos los obstáculos y dificultades que puedan interponerse en la vivencia de la fraternidad cristiana en nuestras relaciones con los inmigrantes, aprovechando los testimonios de apertura y acogida que muchos nos ofrecen. «El Señor Jesucristo, es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía»[12].

En este Año de la Fe y de la Misión-Madrid, reitero mi invitación a todos a ser testigos del Evangelio y artífices de paz. Que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por intercesión de Santa María, la  Virgen de la Almudena, nos sostenga en el camino emprendido. A Ella le encomiendo los esfuerzos y logros de cuantos recorren con sinceridad el camino de la fe, fuente de fraternidad, de diálogo y de paz en medio de la rica diversidad de este vasto mundo de las migraciones. Por su intercesión, estamos seguros de recibir la luz y la fuerza necesarias para avanzar por la senda de fe, esperanza y caridad que su Hijo Jesucristo nos señala.

 

+Antonio Mª Rouco Varela

Cardenal-Arzobispo de Madrid



[1] Benedicto XVI. Migraciones: Peregrinación de fe y esperanza.2013, Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado.  Enc. Spe salvi, 1.

[2]  Antonio Mª Rouco Varela. Carta Pastoral, junio 2012. Servidores y testigos de la verdad.

[3]   Benedicto XVI. Migraciones: Peregrinación de fe y esperanza.2013, Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado.

[4] Concilio Vaticano II Gaudium et spes, 41.

[5] Benedicto  XVI, Porta  fidei, 6

[6] Benedicto XVI, Porta fidei, 14 y Populorum  progressio, 13.

[8]  Benedicto XVI. Mensaje 2012

[9]  Benecidcto XVI. Caritas in veritate, 7

[10] Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 14.

[11] Concilio Vaticano IILumen Gentium,9

[12] Bnedicto XVI. Spe salvi, 49.