El respeto de los derechos humanos
Mis queridos hermanos y amigos:
El día primero del año, Fiesta de Santa María, Madre de Dios, y Jornada Mundial de la Paz, el Santo Padre nos ha dirigido un luminoso y actualísimo Mensaje con el título de «El secreto de la Paz verdadera reside en el respeto de los derechos humanos».
Luminoso, por que sitúa toda la doctrina de los derechos humanos, de forma sencilla y de fácil acceso a cualquier lector, en lo que es su firme e imprescindible fundamento: la dignidad trascendente de la persona humana: de toda persona humana.
Actualísimo, porque ante la enorme distancia entre el prestigio teórico de que gozan unas normas y principios jurídico-políticos que establecieron hace ya cincuenta años las Naciones Unidas en «la Declaración Universal de los Derechos Humanos» y el grado real de su aceptación y cumplimiento por las Naciones, Estados y la comunidad internacional en nuestros días, el Papa pone el dedo en la llaga de lo que son las principales causas de sus cada vez más graves violaciones.
Entre las que señala hay una primera y condicionante de todas las demás, que nos atañe también a nosotros, en España: la del «olvido de la verdad de la persona humana». Juan Pablo II no vacila en atribuir este olvido en la historia contemporánea a los «frutos de ideologías como el marxismo, el nazismo, el fascismo, así como también los mitos de la superioridad racial, del nacionalismo y del particularismo étnico», añadiendo que «no menos perniciosos, aunque no siempre tan vistosos, son los efectos del consumismo materialista, en le cual la exaltación del individuo y la satisfacción egocéntrica de las aspiraciones personales se convierten en el objetivo último de la vida».
Nos encontramos hoy en España inmersos en un delicado proceso de paz. Es verdad que se desarrolla en el marco humano y geográfico principal del País Vasco, una de las comunidades históricas más queridas por los españoles, pero no es menos verdad que nos afecta a todos, como también nos ha tocado a todos el sufrimiento de las terribles consecuencias de las acciones terroristas que sembraron el territorio español de dolor, de sangre y de muerte. El terrorismo ha interpelado a la Iglesia en lo más hondo de su ser y de su misión que no es otra que anunciar y vivir, como «una comunión de hermanos en Jesucristo», el Evangelio de la Salvación, del Amor y de la Paz. Interpelación singularmente viva y grave para las Diócesis vascas, pero que nos ha implicado a todas las diócesis españolas; incluida, por supuesto, Madrid. ¡Cuántas veces nos ha tocado acompañar en la oración, en la pena y el luto desgarradores, a los familiares de las víctimas de los atentados terroristas en tantos Funerales y Eucaristías de exequias a lo largo y a lo ancho de toda nuestra geografía desde que se inició esa incomprensible historia tan terriblemente trágica del ETA! Sin duda, los católicos y sus Pastores, incluidos nosotros, los propios Obispos, no hemos sabido responder siempre con toda la finura y exigencias del amor cristiano a lo que reclamaban al unísono el dolor de las víctimas y las necesidad de promover la conversión de los autores de esos crímenes, de toda la sociedad española y la nuestra propia, porque ciertamente a todos se nos puede decir con las palabras del Evangelio, aplicadas a esta situación: «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra».
A la luz del Misterio de la Navidad, del Niño Jesús que ha traído definitivamente a la tierra la Gloria de Dios y la Paz a los hombres que ama el Señor y se dejan amar por Él, es posible, sin embargo, la esperanza: la esperanza cierta de conseguir definitivamente el cese de las actividades terroristas y lograr así el fruto tan deseado y anhelado de la paz en la comunidad hermana del País Vasco y en toda España. Para que esa esperanza se convierta en realidad cuajada se hace imprescindible reconocer y respetar en toda su seriedad y contenidos la verdad de la dignidad de toda persona humana como el supremo valor al que ha de obedecer toda acción y proyecto políticos y jurídicos por encima de cualquier diferencia de procedencia geográfica y étnica, cultural y social, por muy dignas de respeto que sean y a las que hay que ofrecer, -también nos lo recuerda el Papa- atención y promoción responsables. ¿Cómo no vamos a poder ser capaces todos los españoles, sin necesidad de renunciar a la historia propia de nuestros pueblos, tan peculiar y diferenciada en tantos aspectos, de saber valorar el bien de la concordia, de la cooperación y de la unidad de mentes y corazones vividos a lo largo de tantos siglos como expresión precisamente de nuestro común aprecio y amor al hombre, de raíces tan entrañablemente cristianas?
El Papa nos invita a emprender el año nuevo que acaba de comenzar, último de la preparación al Jubileo del Año Dos Mil, «como una peregrinación espiritual hacia la casa del Padre», siguiendo un «itinerario de conversión». El día de fin de año, se abría en la Catedral Compostelana, la del «Señor Santiago», Patrono de España, -de todas «las Españas»- «la Puerta Santa», la de «la Gran Perdonanza», la del «Camino» de todas las Iglesias Particulares de España: de la España y de la Europa cristianas. Es el último Año Santo Compostelano de este Milenio. ¿Por qué no recorrerlo con renovado espíritu de penitencia, fraternalmente, buscando las fuentes más puras y más nobles de la verdad, de la vida y los valores más preciosos que poseemos: los del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo? Si así lo hiciéramos, la paz será el fruto cierto de nuestra delicada hora histórica y el vínculo de una renovada unidad: será nuestro don para el futuro, porque viene de quien lo puede dar para siempre: el Señor que nos ha nacido en Belén, de María, Madre nuestra, Reina de la paz.
Con mi saludo y bendición,