Ante la XIII Jornada Mundial de la Juventud

Los Jóvenes: Testigos valientes de Jesucristo

Mis queridos hermanos y amigos:

El próximo domingo, Domingo de Ramos, la Iglesia invita a los jóvenes a la celebración de la XIII Jornada Mundial de la Juventud en íntima vinculación con la fiesta litúrgica. Este año el Papa quiere que lo hagan «junto a sus Pastores». Por ello invitamos nosotros también a todos nuestros jóvenes de la Archidiócesis de Madrid a unirse a su Arzobispo en la celebración litúrgica de la Solemnidad de Ramos, participando a ser posible en la Procesión y Bendición de palmas y ramos, y la siguiente Eucaristía, en la Catedral de La Almudena, o en todo caso, sumándose a los actos litúrgicos de sus parroquias y comunidades.

La Fiesta de la Entrada de Jesús en Jerusalén resulta por su contenido espiritual y eclesial singularmente propicia para ser concebida y configurada como una Jornada marcadamente juvenil: de los jóvenes y para los jóvenes, en la Iglesia, ante el momento por el que atraviesa el mundo. En efecto, los niños y los jóvenes fueron, en medio de los discípulos y mezclados con la muchedumbre que aclamaba a Jesús, partícipes activos de su recibimiento cuando entra triunfalmente en Jerusalén, montado sobre la borrica, que por mandato suyo le habían facilitado amigos de Betania (cf. Lc 19,29-34). Y, así como Jesús era plenamente consciente de la conspiración que se había tramado contra Él y del peligro gravísimo que corría al acercarse a la Ciudad Santa para celebrar la Fiesta de la Pascua de aquel año, también lo sabían –o al menos lo presentían– sus jóvenes discípulos, sobre todo los más íntimos, los Doce, que al acogerlo con el júbilo que nos relatan los Evangelios, parece que quieren arrostrar con gallardía la oposición furiosa de los poderosos de Israel, confusos y al parecer desenmascarados, ante lo que ellos consideran un éxito peligroso del Nazareno.

Aquella mañana, en Jerusalén, los jóvenes seguidores de Jesús, con el pueblo, proclaman su fe en Él como «el Mesías», «el que viene en nombre del Señor»: «Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor. ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (Lc 19,38). Es verdad que después vendría lo que vendría, cuando se desatan contra Jesús las fuerzas del mal y «el poder de las tinieblas». Se acobardan y todos le abandonan, menos María, su Madre. Y no obstante, aquella valiente, jubilosa adhesión a Jesús, del Domingo de Ramos, quedaría para siempre y, por tanto, para hoy, como interpelación perennemente sugestiva, válida, y modélica a los jóvenes de todos los tiempos que se encuentran con Jesús y quieren conocerle y seguirle más de cerca.

Jesús ha triunfado sobre sus enemigos, y sobre los enemigos del hombre, definitiva e irrevocablemente, por su Cruz y su Resurrección. Nuestra celebración de la Fiesta del Domingo de Ramos se mueve ya en el contexto de un itinerario eclesial y personal que nos conduce, si no oponemos resistencias –las de nuestros pecados–, a la victoria de la Pascua, de la Alianza Nueva y Eterna, fundada en la oblación de su Cuerpo y de su Sangre. Pero se trata justamente de un «itinerario» que es preciso recorrer en la existencia personal de cada uno y en la historia de la humanidad. Ha resucitado «la Cabeza», habrán de resucitar «los miembros» del Cuerpo de Cristo. Los poderes del mal –«el Maligno»– siguen acechando contra Jesucristo. Los enemigos de Jesús, los que le llevaron a la muerte, persisten en conseguir algún éxito –y si pudieran aún, si fuesen capaces, que no lo son– el triunfo, separándolo de los llamados a ser sus amigos; o, lo que viene a ser lo mismo, apartando a las jóvenes generaciones de su Persona y de su Obra. Sí, son hoy muchos y con medios humanos –económicos, políticos y culturales– formidables a su disposición, los que quieren separar a los jóvenes del Evangelio.

Se impone y urge tomar conciencia de ello, en la Iglesia y entre sus jóvenes. Se impone de nuevo acoger a Jesús, con el gozo y el júbilo de las Palmas y los Ramos de aquella subida, triunfal y amenazada a la vez, a Jerusalén, con la fortaleza de un valiente testimonio de Fe en Él como nuestro Señor y Salvador: públicamente, sin miedo al qué dirán y sin vergüenza ante las sonrisas suficientes y desdeñosas de los que han apostado, y siguen apostando, por las ofertas del poder y de la vanagloria de este mundo.

El testimonio de la fe juvenil, ofrecido y formulado en la Comunión de la Iglesia, constituye un elemento imprescindible para la evangelización de la juventud. El Papa viene reclamando constantemente a los jóvenes que quieran convertirse en los evangelizadores de sus compañeros. Lo necesitan cada vez más ¡No hay tiempo que perder! Las crisis del mundo juvenil, que en estos días hemos vuelto a percibir en Madrid con evidente gravedad –desde el fenómeno de «los okupas» hasta las reiteradas manifestaciones de una creciente criminalidad–, revelan en el fondo carencias materiales de todo orden; pero, sobre todo, una carencia espiritual básica: la del sentido de la vida y para la vida. Ellos, y nosotros, no disponemos de otra luz, ni de otra fuerza, ni de otra fuente de ilusión y de esperanza que la que viene de Dios, que nos la ha dado en Jesucristo, su Hijo y Señor Nuestro, por obra y gracia del Espíritu Santo, que nos ha enviado. «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (cf. Jn 14,26), prometía Jesús a los Apóstoles. Sí, nos lo enseña todo: a conocer a Jesús, a seguirle y a amarle de todo corazón, y de este modo, a encontrar el sentido pleno, gratificante, autentico de la vida.

A María, Madre de la Iglesia, le pedimos hoy, uniéndonos a la oración de Juan Pablo II, tomada de San Ildefonso de Toledo, para los jóvenes y con todos los jóvenes de Madrid: «obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu»:

«Te pido, te pido, oh Virgen santa,
obtener a Jesús por mediación del mismo Espíritu
por el que tú has engendrado a Jesús.
Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu
por el cual tu carne ha concebido al mismo Jesús.
Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu,
en el que tú lo adoras como Señor
y lo contemplas como Hijo»

(De virginitate perpetya Sanctae Mariae, XII: PL 96,106)

Con mi afecto y bendición,

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