Mis queridos hermanos y amigos en el Señor:
De nuevo: Domingo de Pascua, Fiesta de la Resurrección del Señor. La noticia de que Jesucristo ha resucitado llena otro año más toda la tierra. Anunciar que Jesús, el Nazareno, el que había sido entregado a Pilatos por los dirigentes de Israel con la intención y la exigencia de que lo condenasen a muerte y que luego sería ignominiosamente crucificado; en el que tantos de su pueblo -amigos y menos amigos- habían depositado sus más deseadas esperanzas y a quien incluso habían aclamado como el Mesías esperado…; anunciar precisamente que ese Jesús ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, he ahí la primera y fundamental misión de Pedro y de los demás Apóstoles al iniciarse el tiempo de la Iglesia. Y continúa siéndolo ahora para sus Sucesores: para el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, y los demás Obispos que, en comunión jerárquica con el presiden las Iglesias Particulares extendidas por el mundo.
Ese anuncio queremos renovar hoy con toda la frescura de la primera predicación de Pedro el día de Pentecostés: participando de su experiencia personal al modo como se produce su primer encuentro con el Resucitado y formulando nuestro anuncio como una proclamación de la plena verdad y de la imperecedera actualidad de ese acontecimiento central y decisivo en la historia de nuestra salvación.
La experiencia apostólica del primer encuentro vivo con Jesucristo Resucitado se entreteje de ansias y esperanzas contenidas, de aceptación humilde de la primera noticia trasmitida por las mujeres más cercanas a Jesús y a sus Apóstoles. Su fe en la Resurrección empieza a abrirse paso dando crédito al testimonio de María la Magdalena, de María la de Santiago y la de Salomé, a quienes un joven misterioso y refulgente les aclara ante la tumba vacía del maestro y profeta de Nazaret: ¿Porqué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. HA RESUCITADO. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea: «Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: El va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis como os dijo» (Cf. Mc. 16,1-8; Lc. 24,1-12). Y efectivamente allí lo vieron. De esa forma, por el ejercicio de una humilde confianza y por la vía intentada e incoada del amor incondicional a semejanza de María, la Madre de Jesús, y del de las demás mujeres del Evangelio, aprendieron como se logra abrir los ojos del corazón para poder captar las maravillas de Dios. Ese camino de la experiencia apostólica del Resucitado queremos -y debemos- reemprenderlo en la presente celebración de la Pascua de Resurrección de 1998. La fe apostólica en el Resucitado es la nuestra. No tenemos otra. Esa fe nos llena en este día del gozo y de la alegría de una Fiesta que ya no concluirá jamás: la Fiesta de la Vida y de la Felicidad eternas.
Y así hoy también con los Apóstoles y con Pedro ante el mundo, en medio de la Iglesia, entre vosotros los que permanecéis en su «comunión», damos testimonio de que Jesucristo, el Señor, ha resucitado de entre los muertos en cuerpo y alma. Su sepulcro ha quedado vacío al amanecer del primer día de la semana, después de aquel Sábado único en que toda Jerusalén había celebrado la Pascua más trascendente de su historia, sobrecogida por lo que había ocurrido las víspera en el Calvario con Jesús, el Nazareno. Su cuerpo ya no estaba allí. Tampoco había retornado a las condiciones normales de la existencia en este mundo. Todo lo contrario: había pasado a un estado de vida absolutamente nueva, «gloriosa», la propia e íntima de Dios. Jesús se lo iba a mostrar a los suyos fehacientemente, con apariciones de una objetividad inapelable. Esa humanidad de Cristo Glorioso era y es la nuestra. Se habían cumplido las profecías del antiguo Israel más que sobreabundantemente. Y, lo que es más importante, se habían realizado las propias predicciones de Jesús a los suyos. Su promesa de que les enviaría -y nos enviaría- el Paráclito, el Espíritu Santo, para poder «morir con El y resucitar con El», se estaba cumpliendo como una victoria definitiva, irreversible, sobre el pecado y sobre la muerte, a la que está sometido todo hombre que viene a este mundo.
Nuestro testimonio no se refiere exclusivamente a un hecho pretérito de una historia fenecida, sino a un acontecimiento de presencia inmarchitable, actual para nosotros por la mediación sacramental de la Iglesia que celebra hoy la nueva y definitiva Pascua: la de Jesucristo Resucitado. ¡Hoy, Domingo de Pascua, nos ha resucitado Cristo, nuestra Esperanza! Nos ha resucitado a todos nosotros: los fieles de la Iglesia particular de Madrid, los de la Iglesia Católica diseminada por todo el orbe; a todos los cristianos, a todo hombre de buena voluntad que no se proponga rechazarlo. Ha resucitado de un modo especialmente significativo y real para los que la noche santa de la Vigilia Pascual han recibido las aguas del bautismo en la Catedral de La Almudena, los que renovaron las promesas de su bautismo, los que han sentido y admitido la acción especial de la gracia del Resucitado en sus vidas.
«Así, pues, celebremos la Pascua -como nos exhorta «el Apóstol»- no con la levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad» (1Cor. 5,8).
Entonces si comprenderemos y experimentaremos porque podemos y debemos decirnos hoy, fraternalmente, todos, con verdad auténtica, no simulada: ¡Felicidades! ¡Aleluya!
Con mi afecto y bendición,