Tiempo de gracia y de conversión
Mis queridos hermanos y amigos:
Acabamos de comenzar el tiempo cuaresmal: un tiempo de gracia que se renueva año tras año cuando la Iglesia se prepara y dispone para celebrar el Misterio de la Pascua del Señor. Su hondo sentido nos lo ofrecía San Pablo en el texto de su Segunda Carta a los Corintios que proclamábamos en la liturgia del Miércoles de Ceniza: «Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a Él, recibamos la justificación de Dios» (2 Cor 5,20).
Esa es la gran oportunidad de gracia y salvación que nos ofrece la Cuaresma como el itinerario eclesial de la Pascua: la de unirnos a Cristo, «expiación por nuestro pecado» para poder recibir la justificación de Dios. Esa es también la clave humana y divina a la vez para comprender y vivir la Cuaresma en toda su verdad. También la de este año de 1999, el de «la vuelta a la Casa del Padre» como horizonte espiritual y pastoral de la Iglesia que camina, convocada pro el Papa, a la celebración del Año 2000 del Nacimiento de Ntro. Señor Jesucristo, como un gran Jubileo de perdón, de misericordia, de esperanza y de paz para toda la humanidad.
Los hombres de hoy necesitan percibir, con no menor urgencia que en otras épocas de la historia la noticia de que Dios, Padre, espera y anhela nuestro retorno. Ni la vida es un camino sin rumbo y un deambular sin sentido, ni la existencia un vivir arrojado a la intemperie del dolor, del mal y de la muerte sin amparo ni hogar alguno. Jesucristo, Crucificado y Resucitado por nosotros, ha iluminado para siempre nuestro origen y nuestro destino, se nos ha convertido El mismo en «el camino». Hemos sido creados para ser y vivir como hijos de Dios en transito hacia la casa paterna, para gozarle eternamente. Por nuestros pecados nos desviamos de la senda recta, rompimos los puentes… El Padre nos envió al Hijo, a su Hijo Unigénito, para que nos recogiese como ovejas heridas y extraviadas, sin pastor, asumiendo y expiando nuestros pecados.
Unirse pues a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Pastor de nuestras almas, retornar con El a Dios Padre con la fuerza del Espíritu Santo, es nuestra oportunidad por excelencia, es don y gracia ofrecida para siempre, renovada y actualizada año a año, Pascua a Pascua. En primer lugar para todos los que hemos creído y sido bautizados en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: los cristianos. Y, con nosotros, para todos los hombres de cualquier tiempo y lugar. Una consecuencia práctica, ineludible, se deduce claramente de nuestra vocación y condición de miembros de Cristo: de la forma como vivamos en la Iglesia la Cuaresma de 1999, va a depender decisivamente el de si se van a abrir o no las puertas a El en la vida de muchas personas, familias, ambientes y grupos, alejados y marginados de los bienes materiales y espirituales más elementales. O, lo que es lo mismo, de la sinceridad de nuestra propia conversión, de la autenticidad personal y sacramental de nuestra penitencia cuaresmal, dependerá el que se percaten los más necesitados en el alma y en el cuerpo, toda nuestra sociedad, de que hay «Camino» para todos, sin exclusión ni excepción alguna, que es Jesucristo, Crucificado y Resucitado: Vida y Salvación nuestra.
Hay dos pecados de especial gravedad que se han incrustado con virulencia e insidia poco comunes en la entraña misma de nuestra sociedad y nuestra cultura: el pecado contra los pobres y el pecado contra la vida. Anverso y reverso de un mismo pecado, el pecado contra la caridad, sobre el que Juan Pablo II ha llamado la atención en su Mensaje para la Cuaresma de este año. Se trata de pecados públicos, expresados y potenciados en verdaderas estructuras y usos sociales en los que se cuestiona constantemente y niega la solidaridad y el amor al prójimo, junto con el respeto y la protección de la dignidad y del derecho a la vida de los más inocentes. Nuestra conversión cuaresmal, si ha de merecer tal nombre en el año pastoral en que toda la comunidad diocesana ha sido llamada a dar testimonio de que Dios es nuestro Padre, de que es Padre de todos, ha de verificarse en compromisos concretos personales y comunitarios de amor cristiano en ese doble campo: el de la solidaridad y justicia social y el del cuidado y salvaguardia de toda vida humana.
A María Santísima, Madre Clementísima y Refugio de Pecadores, encomiendo el itinerario cuaresmal de nuestra Iglesia Diocesana.
Con mi afecto y bendición,