Mis queridos hermanos y amigos:
El tiempo cuaresmal ha llegado a su momento culminante: la SEMANA SANTA. En el Domingo de Ramos, la Iglesia ha comenzado, un año más, la celebración litúrgica de los Misterios de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Por ello, de nuevo: Semana Santa. Una Semana Santa nueva y, a la vez, antigua: la misma que transcurrió en Jerusalén hace casi dos mil años. Comprender y vivir la inmediata Semana Santa como si fuese aquella, es clave para que los cristianos de 1999, la humanidad de este final de milenio, no pierdan de nuevo la verdad: de su tiempo, de su destino, de su vida. Es más: es preciso que sepan y tomen conciencia de que es la misma, de que lo que entonces aconteció en aquel tremendo escenario de Jerusalén, soliviantado contra Jesús, el Nazareno, hasta el punto de llevarle a la muerte ignominiosa de Cruz, es lo que va a suceder ahora por la mediación litúrgico-sacramental de la Iglesia en toda la geografía del mundo.
La liturgia de la Cuaresma nos ha reiterado con una insistencia casi machacona la advertencia del Apóstol Pablo: es tiempo favorable, es el tiempo de la salvación. ¿Será posible que nos unamos, nosotros también, de nuevo, al coro de los que meneaban la cabeza cuando pasaban al lado de Cristo Crucificado con la cínica observación, de que si no puede salvarse a sí mismo cómo va a salvar a otros? El Evangelista tachaba a los que así hablaban, de blasfemos. Con todo, y aunque parezca mentira -¡inconcebible!-, son muchos desde entonces los que han despreciado o/e ignorado la Sangre derramada de Cristo en la Cruz por la salvación del mundo. No hay que extrañarse pues, si la tentación de volver a repetir ese desprecio es también en 1999 muy grande; poco menos que avasalladora. «El escándalo de la Cruz», del que hablaba ya San Pablo en referencia a la reacción de muchos de sus contemporáneos ante su predicación del Evangelio, ha encontrado en el hombre de hoy múltiples y radicales versiones en corrientes de pensamiento, en formas de cultura y en estilos de existencia muy difundidos, con una característica común: la autosuficiencia materialista, la autocomplacencia sin límites. Sin embargo, la «locura» y el «escándalo de la Cruz» revelan una sabiduría insondable: la del amor infinitamente misericordioso de Dios. Sabiduría sólo accesible a los sencillos. La única verdadera y auténtica, porque da la vida y, por ello, salva.
A esa «Sabiduría» tendremos acceso renovada -y renovadoramente- en esta Semana Santa si reconocemos que quien está clavado en la Cruz es el Hijo de Dios Vivo, en su humanidad santísima, de nuestra carne y de nuestra sangre, tomada del seno de su Madre, la Purísima Virgen María. Pero sucederá así solamente si lo reconocemos con Fe viva, con la esperanza cierta de nuestro perdón, con el deseo ardiente de sentir y demandar como recomienda San Ignacio de Loyola en su Libro de los Ejercicios: «dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí» (203).
El reconocimiento ha de ser personal, nacido del fondo del alma, de un alma orante y penitente, que se abre al amor del Corazón de Cristo con todo lo que uno tiene y es: con la propia existencia.
Un reconocimiento, por tanto, eclesialmente expresado, ofrecido, compartido en «comunión», la que se funda en la reconciliación sacramental y culmina en la comunión Eucarística.
Un reconocimiento, finalmente, que concluye uniendo toda la vida a la oblación del Calvario, dándola a los hermanos: a los del «no» a Cristo; a los del «sí» a Cristo que brota de la experiencia del sufrimiento, de la enfermedad y de la pobreza, vividas con amor crucificado; a los que son las víctimas de la explotación actual «del hombre por el hombre» a través de las nuevas fórmulas de explotación terrible y desalmada, nacidas en el fondo de un desafiante «no» a la Cruz de Cristo, y que apuntan al núcleo mismo, «el interior», de la persona humana, llevándola a su ruina total.
Apenas se puede imaginar una oración mejor y más certera para obtener la gracia de «ese reconocimiento» interior, transformador, apostólicamente irradiador del Misterio de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo en la Semana Santa que la «oración colecta» del último Domingo de Cuaresma: «Te rogamos, Señor Dios nuestro, que tu gracia nos ayude, para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo».
Con los deseos de una celebración muy fructuosa de la Semana Santa y mi bendición,