Mis queridos hermanos y amigos:
Cualquier comienzo en la vida de las personas y de la sociedad, aun cuando se trate de un comenzar previsto y periódicamente determinado como, por ejemplo, el inicio del curso escolar, supone para el cristiano una nueva oportunidad para la esperanza: una nueva esperanza. Y no solamente porque el futuro siempre es de Dios. En el debate teológico entre cristianismo y marxismo en los años sesenta y setenta se llegó, incluso, a acuñar la expresión, más o menos acertada, de «Dios como el futuro absoluto». Sino, sobre todo, porque la certeza del don de la gracia de Jesucristo Resucitado, la presencia y la actuación del Espíritu Santo por la mediación sacramental de la Iglesia en el corazón de los hombres y del mundo se vuelve a presentar como la fuerza renovadora por excelencia, la que vence al pecado, a la muerte, a todo mal. Y, además, de forma indefectible e irreversible. Que siempre pide, puede y debe ser acogida a través del sí humilde, penitente y creyente de nuestra libertad.
El próximo curso escolar está a la vuelta de la esquina. La Iglesia comienza también su curso pastoral. En nuestras manos está el de afrontarlo como una nueva esperanza o como una reiterada ocasión para el derrotismo y la frustración. Todo depende de nuestra voluntad de apertura a la acción renovada de la Gracia que se nos ofrece a través de tantas mediaciones eclesiales y personales, y que se nos muestra a través de tantos signos del amor paternal de Dios que nos salva en Jesucristo, Nuestro Señor y Redentor.
Frente a la crónica oscura y amenazadora del mal que ha llenado tantas páginas de los medios informativos en estas últimas semanas del verano —las catástrofes de los terremotos de Turquía y Grecia, o las nuevas guerras y masacres, como los que están sufriendo los cristianos en el Timor Oriental; las víctimas del tráfico, de las tormentas y de las desidias veraniegas entre nosotros, etc.—, se puede escribir una crónica mucho más rica y luminosa del bien: la crónica de la generosidad de tantos que han hecho posible con su sacrificada entrega las vacaciones y el descanso de muchas familias, la atención de los enfermos y de los ancianos, el funcionamiento de los servicios públicos, etc.; y la crónica de la fidelidad abnegada y silenciosa de los que han mantenido viva la oración de la Iglesia por el bien de todos.
Una página especialmente bella ha sido escrita por los jóvenes peregrinos que desde Madrid y desde todas las Diócesis de España han caminado en los últimos días de julio y los primeros de agosto a Santiago de Compostela para celebrar el encuentro europeo de jóvenes católicos bajo el lema evangélico «En tu palabra… lo podemos» Miles de jóvenes peregrinos, junto con sus formadores, sacerdotes y Obispos, poblaron los viejos caminos de Santiago —el Francés, el del Norte, el de la Plata— durante dos apretadas semanas con el ritmo presuroso de un Evangelio vivido, el ritmo de los que sienten el ansia de encontrarse con Cristo y lo logran. El Papa, al que muchos recordaban con fresca memoria diez años antes en el Monte del Gozo, invitándoles a ser santos, a que no tuviesen miedo a ser evangelizadores de sus hermanos los jóvenes, volvía a plantearles el reto del compromiso cristiano para el Año 2000: «Jóvenes de Europa: ¡dejaos renovar por Cristo! La nueva evangelización —de la que debéis ser protagonistas— empieza por uno mismo, por la conversión del corazón a Cristo. Vivid en intimidad con Él, descubrid en la oración las riquezas de su persona y de su misterio; volved a Él cuando necesitéis la gracia del perdón; buscadle en la Eucaristía, fuente de la vida; y servidlo en los pobres y necesitados que esperan su paso benefactor. No os conforméis con la mediocridad».
Las huellas de las pisadas de los jóvenes peregrinos jacobeos del PEJE/99 siguen frescas en nuestra alma. Son una de las más claras y estimulantes señales de que es la hora de una nueva esperanza. A nadie le está vetada; a todos nos está abierta. «El curso» que nos va a introducir en el Año Jubilar del Bimilenario del Nacimiento de Ntro. Señor Jesucristo no puede ser vivido de otro modo ni con otro estilo que con el de la esperanza: como el de la renovada, confiada y gozosa esperanza, como la de María en el primer Año de nuestra Salvación.
Con todo afecto y mi bendición,