Mis queridos hermanos y amigos:
El tiempo litúrgico de Adviento nos aproxima cada vez más a la Navidad. En su tercer domingo, que hoy celebramos, la vivencia eclesial y espiritual de la espera del Señor está ya transida de la alegría que nos trae la noticia del inminente Nacimiento de Jesucristo. Se vislumbra ya lo que va a ser: una fiesta de gozo y de salvación.
Conviene pues prepararse debidamente en sintonía con la trascendencia del acontecimiento y su significado para el bien y la salvación del hombre. En la oración después de la comunión imploraremos hoy al Señor su misericordia para que la comunión que vamos a recibir «nos prepare a las fiestas que se acercan, purificándonos de todo pecado». Esa es la fórmula imprescindible que nos da la capacidad para comprender y vivir la Navidad en toda su verdad inmensamente liberadora y, por ello, plenamente dichosa. Cualquier otra fórmula concebida al margen o en su contra resultaría vana e ilusoria. Dejaría al hombre en el mejor de los casos ante el umbral de lo que va a acontecer, pero sin traspasarle, al verse reclamado y tentado por mil interpretaciones de los hechos que se conmemoran y celebran, unas superficiales y otras falsificadoras. Que es lo que está sucediendo de nuevo en esta Navidad que se avecina: la del Año Dos Mil del Nacimiento de Cristo. Incluso empleando modos y métodos de publicidad cada vez más banales, irrespetuosos y a veces agresivos de los sentimientos cristianos.
Se impone pues el discernimiento de acuerdo con la exhortación de San Pablo en su carta a los Tesalonicenses: «no apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedandoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad» (1 Tes 5,19-22). Vuelve a resultar demasiado sangrante en este año de fin de siglo y de milenio el contraste entre la oferta opulenta y -¿por qué no decirlo?- despilfarradora de las celebraciones navideñas, que se nos mete literalmente por los ojos en el secularizado ambiente prenavideño de nuestras ciudades, con la miseria y el dolor de la multitud de los oprimidos por el hambre, la pobreza y la guerra. Contraste que los medios de comunicación social presentan descarnado y cruel todos los días. Sin olvidarnos de los necesitados más próximos que nos rodean: los que carecen de paz y armonía familiar, de trabajo, de salud, de cariño, de perdón y misericordia.
Sí, hay que discernir con la luz de la fe y con espíritu de conversión. El Nacimiento del Salvador en este año 2.000 se nos presenta como una renovada oportunidad para que la humanidad y cada uno de nosotros encuentre el camino de un «renacimiento» auténtico, el de la transformación interior de las conciencias y el de la reforma moral y espiritual de la sociedad. Constituyen sus dos aspectos inseparables. Cada año del calendario cristiano es actualización siempre nueva de ese «Año» o tiempo definitivo de Gracia del Señor que Isaías adivinaba en lontananza y que se instauraría con la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y porque es actualización siempre gratuita, don del Amor de Dios, supone creciente apremio. No hay tiempo -ni Navidades, ni nuevos años, ni nuevos siglos y milenios- que perder cuando ya ha llegado la plenitud de los tiempos, el último y definitivo Año de Gracia y de Salvación.
El aviso de Juan el Bautista resuena en este Adviento «del 2.000» especialmente grave y urgente: «Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías» (Cfr. Lc 3, 4). ¡Eh aquí la tarea cada vez más inaplazable y primordial de la Iglesia y de todos sus hijos e hijas! Este es el primer paso y el primer servicio a la evangelización que ha de mantener vivo el ritmo vigoroso de toda nuestra programación y actuación pastoral en el gran Jubileo del Año Dos Mil, en las personas y en las comunidades, más acá y más allá de las fronteras de nuestra comunidad diocesana. No debemos olvidar lo que nos recuerda el Papa al respecto: «La entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender su mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del Reino de Dios. Es obligado en esta circunstancia especial, volver con una renovada fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha dado nueva luz a la tarea misionera de la Iglesia ante las exigencias actuales de la evangelización» (Im, 2).
Sólo si cruzamos el umbral de la esperanza de una nueva gracia para la conversión de nuestras vidas, la Navidad de 1999 será para nosotros y para todos los que nos rodean una verdadera Fiesta de gozo y de salvación.
María Inmaculada, la Virgen Purísima, está siempre a nuestro lado.
Con todo afecto, mis mejores deseos de un tiempo de Adviento santo y lleno de gracia, y mi bendición,