Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy, el último domingo de Adviento, a pocos días de la Fiesta de la Natividad del Señor, la Iglesia confiesa, contempla y adora el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y suplica que el Señor derrame su gracia sobre nosotros para que los que hemos conocido su Encarnación por el anuncio del Angel «seamos llevados por su pasión y su cruz a la gloria de la resurrección».
El Misterio de la condescendencia de Dios con el hombre, inefable e inconcebible para cualquier previsión e inteligencia puramente humana, escondido y «mantenido en secreto durante siglos eternos» (cfr. Rm 16, 25—27), se hace acontecimiento real en la historia del hombre por el Sí de María, a lo que el Angel Gabriel le daba a conocer como voluntad de Dios sobre ella, el que aceptase ser su Madre. Conocemos la respuesta de María por el Evangelio: «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Cfr. Lc 1, 26—38).
En ese momento de la concepción purísima del Hijo Unigénito del Padre por la virtud del Espíritu Santo en el seno virginal de María, la doncella de Nazaret, se cumplían las predicciones y promesas de los antiguos profetas, más allá de lo que los hombres podían suponer, sospechar y esperar. Dios mismo se hace hombre para salvar al hombre. Entra en las entrañas mismas del hombre: de su ser y de su historia, se esposa con la humanidad. Juan Pablo II dirá con expresión penetrante y actual: «en Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios» (TMA, 10).
La fe que profesamos en el Credo Niceo—Constantinopolitano confiesa a Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, que «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y se encarnó». La pregunta de San Anselmo de Cantorbery, tan conocida y debatida en la historia de la teología, ¿»Cur Deus homo», «porqué Dios se hace hombre»? encuentra en la profesión de nuestra fe una clara contestación: por nuestra salvación. En Jesucristo, «el tiempo se nos hace ‘dimensión de Dios’», o lo que es lo mismo, «tiempo de salvación». ¿Salvación de qué? podríamos continuar preguntando. Del pecado y de la muerte, nos responde el Evangelio, en el que creemos. El acontecimiento de Salvación que se inicia en la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, se manifiesta al mundo en el día de su Nacimiento en el Portal de Belén; se consuma, sin embargo, en su Pasión y en su Cruz como «el paso» a la Gloria de la Resurrección. Desde el momento mismo de la Encarnación de su Hijo, Dios por puro e infinito amor busca la reconciliación del hombre, su vuelta a la Casa del Padre. Jesucristo es «el Enmanuel», el Dios con nosotros, el que sale al encuentro del hombre para perdonarlo, darle la vida y salvarlo para toda la eternidad; es decir, para otorgarle LA GRACIA Y LA PAZ.
Pronto va a aparecer de nuevo, en la Noche Santa de Navidad, la gracia de Dios y, con ella, la paz que el mundo y el hombre han esperado desde el comienzo, con nostalgia siempre insatisfecha, como un ideal incesantemente deseado y nunca verdaderamente alcanzado (cfr. Tes 2,11). Urge por ello celebrar la Navidad como una renovada ocasión para acercarnos de nuevo a la fuente siempre inagotable de la gracia, que nos ha traído y trae para siempre la paz. El Gran Jubileo que se inaugura precisamente con la Liturgia de la Solemnidad de la Natividad del Señor confiere una fuerza singular a esta llamada a no desperdiciar esa nueva y única oportunidad de Dios para abrir nuestro corazón a su gracia y a su paz.
Buscando, en primer lugar, la reconciliación personal con El: nuestra propia e íntima paz. Un hombre roto o herido por dentro, en su alma y en su cuerpo, necesita de la paz de Dios, acogiendo su gracia por la fe y el arrepentimiento de sus pecados, que hace nacer la esperanza y el amor en su vida con frescor y ternura nueva, la que se desprende del Niño Dios, recién nacido de su Madre María, bajo la mirada humilde y serena de José. Son muchos, nuestros contemporáneos, los que han cambiado a Dios en su existencia por «el sin sentido». Convierten el absurdo en «su dios». ¡Que se acerquen sin miedo al Portal de Belén como los pastores y los magos de Oriente! Encontrarán la luz y la paz.
Buscando, en segundo lugar, la reconciliación en el matrimonio y en la familia por la gracia y el amor de Cristo: la paz de los esposos y la de los padres y los hijos entre sí. Los matrimonios rotos tan frecuentemente por la infidelidad y el egocentrismo rampantes del marido o de la mujer, o de ambos a la vez, tienen salida. Pueden y deben reconstruir su unión y convivencia matrimonial por la gracia y la paz que el Señor les ofrece con la sencilla gratuidad y cercanía del que quiere «nacer» también en medio de sus vidas y de sus hogares. Las familias de Madrid necesitan también acercarse juntas en la oración y en actitud de conversión al Portal de Belén, para adorar al Niño, mirando a sus Padres, María y José.
Pidiendo, finalmente, por la paz para Madrid y para toda España, la paz, fruto maduro de la reconciliación sincera y firme de las personas y de las comunidades, la que se funda en la gracia y la misericordia divina, que nace, por tanto, del perdón de Dios y se traduce en opciones, hábitos y gestos de perdón mutuo.
Hay que hacerle caso a nuestro poeta:
«No la debemos dormir
la noche santa
no la debemos dormir»
De este modo la NAVIDAD de 1999 será feliz.
Esa felicidad, la de la Gracia y de la Paz de Jesucristo, es la que deseo de corazón a todos los madrileños. Es la que permite decir con verdad, en el umbral del Tercer Milenio ¡Feliz Navidad, Madrid! ¡Feliz Navidad España!
Con mi afecto más cordial y mi bendición,