Mis queridos hermanos y amigos:
En los primeros pasos de este excepcional itinerario espiritual y pastoral que significa el Gran Jubileo del Año Dos Mil nos encontramos con la llamada a la oración por la unidad de los cristianos en esa semana ya tradicional que culmina con la celebración, el 25 de enero, de una gran conversión –quizá la más trascendental en la historia de la primera evangelización–: la de Pablo de Tarso. La Iglesia celebra ese día litúrgicamente como una Fiesta. Y no es para menos. El día en que camino de Damasco para perseguir a los cristianos, el que entonces se llamaba Saulo, se encuentra con el mismo Señor que le pregunta por qué le persigue y se le rinde incondicionalmente diciéndole: «¿Qué tengo que hacer, Señor?» (Hech 22, 10), se producía la conversión a Jesucristo del llamado a ser el apóstol por excelencia de la misión a los gentiles o paganos, el que iba a sembrar la semilla del Evangelio y a implantar la Iglesia en toda la geografía del «orbe romano» con el dinamismo de la universalidad: como «la CATÓLICA».
Recrear en la experiencia personal de los cristianos y en las relaciones ecuménicas la historia viva de la conversión de Pablo en la común meditación sobre la Iglesia y en la oración por la unidad se antoja como un especial imperativo del año jubilar para acertar en el contenido y en el estilo de la oración ecuménica que hoy más nos urge y la que más nos puede acercar a esa gracia del Señor que es la unidad de los cristianos. «La unidad, en definitiva –nos dice el Papa– es un don del Espíritu Santo» (TMA 34).
Juan Pablo II no vacila en afirmar, en la Carta Apostólica para la preparación y celebración del Gran Jubileo Tertio millennio adveniente, que «entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo» (TMA 34). El milenio que acaba ha sido especialmente doloroso para la unidad de la Iglesia. Dos rupturas, especialmente lacerantes, marcan el principio y la mitad cronológica del segundo milenio de su historia: la de las Iglesias de Bizancio (a. 1054) y las de la llamada reforma protestante (a. 1517). Los hechos no ocurrieron «no sin culpa de los hombres por ambas partes, y sus efectos siguen impidiendo en la actualidad la plena comunión eclesial». «Contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo». «Permanecen como tentaciones del presente» (TMA 34; Vaticano II, UR 3).
Es cierto que se ha avanzado mucho en el camino del acercamiento y de la oración ecuménica, especialmente después del Concilio Vaticano II. Todavía el día 31 de octubre del pasado año se firmaba en Ausburgo un documento histórico: la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación por el Pontificio Consejo para la promoción de la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana Mundial. ¡Pero cuánto queda todavía por recorrer en esta hora histórica de verdadera encrucijada para la evangelización del hombre contemporáneo! Lo que hoy se cuestiona es ya pura y desnudamente la fe en Dios: en el Dios verdadero. «Es necesario –por ello– hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo», como nos insiste el Papa (TMA 34). Hay que volver a ese modelo de conversión que fue Pablo de Tarso, el apóstol del amor apasionado a Cristo.
Es preciso estar dispuestos a escuchar su llamada, a oír su Palabra, en toda su objetividad y verdad existencial, a través del testimonio apostólico. Acogerla con corazón contrito y arrepentido, humildemente, con la obediencia de la fe y la disponibilidad de la voluntad para seguirle a donde Él quiera que vaya.
Es preciso dejar que brote de nuevo en nuestras vidas con nueva frescura la gracia del Bautismo, es decir: la nueva vida en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. La vida por la que se muere «al hombres viejo» y se renace como «hombre nuevo» para convertirse a la caridad de Cristo, como aliento, contenido e impulso de toda la existencia y de todo proyecto de futuro.
Es preciso sentir con Cristo el dolor de los hombres de nuestro tiempo, y su ansia y sed de salvación. Sentirse enviados por Él, concebir la propia vocación y la responsabilidad de la Iglesia como «misión», como la misión apremiante para que siga resonando con vigor nunca apagado el anuncio de Jesús al inicio de su vida pública: «se ha cumplido el plazo y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Lc 1,159).
Hoy «se persigue a Jesucristo» de muchos modos. De la forma brutal y directa como la intentaba llevar a cabo Pablo en Damasco, y de otras muchas sutiles e insidiosas; incluso, por la vía de la omisión e inhibición. Los que persiguen a Cristo y su Evangelio y los que se inhiben ante Él, se aproximan mucho.
Con Santa María, la Virgen, Madre de la Unidad, Madre del Hijo y de los hijos, con su cuidado maternal y su intercesión, podremos transitar juntos más sencilla y humildemente por los senderos de la conversión del corazón y de la santidad de vida (Cfr. UR 8) en este nuevo Milenio de gracia y salvación que está comenzando.
Con todo afecto y mi bendición,