Mis queridos hermanos y amigos:
No es extraño que la devoción del pueblo cristiano a María haya asociado desde muy antiguo el mes de mayo a su culto y veneración. Se trata de una época del año que coincide siempre con el tiempo litúrgico de la Pascua del Señor y ella es figura central en los acontecimientos pascuales y en su constante actualización en la vida de la Iglesia. Las flores que muchos de nosotros desde muy niños llevábamos a María en el mes de mayo eran el símbolo del renacer de la gracia bautismal en nuestras almas en el que ella había jugado tan importante papel. Lo sabíamos y lo agradecíamos con el amor filial de los hijos que confiaban en su maternidad espiritual para continuar en el camino del compromiso cristiano y del testimonio apostólico. Lo sabemos y lo agradecemos también hoy cuando en el Año Dos Mil de la Encarnación del Hijo único de Dios en su seno virginal la renovación de la vida nueva del Resucitado en la existencia diaria de los cristianos y el ser testigos de su Evangelio requieren de todos y cada uno de los que formamos la comunidad eclesial una experiencia de los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo cada vez más honda.
Al finalizar el siglo XX, terrible y magnífico desde la perspectiva de la historia puramente humana —la que cuenta y valora el tiempo sólo por los éxitos o fracasos económicos, científicos o sociopolíticos—, el hombre y los pueblos, especialmente, los nuestros, los de raigambre cultural cristiana, se debaten cada vez más desconcertadamente con los grandes enigmas del dolor, del mal y de la muerte. Por más que se ponga la esperanza en los adelantos de las ciencias empíricas del hombre —la biología, la medicina, la psicología, la sociología y las ciencias políticas y jurídicas, etc.— en orden a vencer las enfermedades, los desequilibrios y depresiones personales y sociales, incluso, la fuerza de la violencia y de los odios tribales, o la explotación y la corrupción en las sociedades y en la comunidad internacional, no se llega a resultados duraderos, ni a poder abrigar la confianza de un futuro verdaderamente mejor. Detrás del telón histórico del siglo XX que se cierra a los ojos de esta humanidad que se dirige a un siglo XXI de un desarrollo en el domino técnico de la naturaleza y de sus dinamismos, sencillamente, que no se detiene ni siquiera delante del hombre mismo y de su «genoma» o principio biológico, se esconden algunas de sus más grandes tragedias —por ejemplo, las de las grandes guerras mundiales y de los totalitarismos aniquiladores de la persona humana— y un tipo de hombre interiormente cada vez más sólo y despersonalizado y socialmente cada vez más solitario e incomunicado.
Faltan con frecuencia coraje y —simultáneamente— humildad sincera para mirar al hombre en sus ojos, en su auténtica verdad: en la de su corazón herido y amenazado por el pecado y en la inevitabilidad de su muerte física. Falta reconocimiento de que necesitamos a Dios, de que sólo en Él también en el siglo XXI encontraremos la salvación. Nos resistimos a dejarle «pasar» por nuestra historia personal y por nuestro tiempo. Quizá porque «su paso», que ha tenido ya lugar para siempre, es «el paso» a través de la Cruz, del sacrificio de la vida, del abandono en sus manos, del amor misericordioso que expía y redime, el paso por la sepultura y el lugar de los muertos: el de su Hijo Jesucristo, crucificado, muerto, sepultado por nosotros, el que lleva definitiva y victoriosamente a la vida gloriosa, que no perece, inmensamente feliz, la del mismo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Para dar ese «paso» contamos con María, la que el Concilio Vaticano II ha llamado «nuestra Madre en el orden de la gracia», que «con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz»: la Santísima Virgen, a quien la Iglesia invoca «con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» nuestra, que no quita ni añade nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, su Hijo, el único Mediador, sino al que está subordinada y al que lleva y conduce a sus fieles para que sepan morir con Él, y así puedan resucitar con Él (Cfr. LG 61-62).
Es más, debemos de contar con ella cuanto antes. Su mensaje en Fátima nos lo recuerda con la insistencia presurosa de una madre que quiere para sus hijos lo mejor, «las soluciones» de la santidad, las que llevan a la Gloria. Para que en el nuevo mayo del Año Dos Mil, con el Papa y en la comunión de la Iglesia, puedan cantar con verdad: ¡Reina del Cielo alégrate! Porque el que has llevado en tu seno ha resucitado y nosotros tus hijos, los hombres, sus hermanos, podemos ya comenzar el camino de la Resurrección con Él. ¡Aleluya!
Con mi afecto y bendición,