La vuelta a nuestros orígenes
Mis queridos hermanos y amigos:
Si en la intención pastoral y en la significación más honda del Gran Año Jubilar late la invitación a volver a los orígenes y fuentes de nuestra Fe como fórmula indefectible de auténtica renovación de la vida de la Iglesia y aún del mundo actual ¿cómo no sentirnos interpelados por este reclamo jubilar -el mensaje por excelencia del Gran Jubileo- en el día del Apóstol Santiago que nos disponemos a celebrar como la gran solemnidad litúrgica del Patrono de España? De nuevo no irá acompañada del reconocimiento civil en la mayoría de las comunidades autónomas y, muy lamentablemente, tampoco en la Comunidad de Madrid. Pero su celebración, precisamente en este año singular, «el 2000» de la Encarnación y Nacimiento de Jesucristo, Ntro. Señor, y del cristianismo, nos vuelve a colocar ante las grandes preguntas que proyecta la historia de nuestra fe católica sobre el presente y futuro de la Iglesia en España, e, incluso, ante las decisivas cuestiones que la historia espiritual y cultural de nuestras gentes y pueblos presenta a la actual sociedad española.
No hay duda: el presente y futuro de la Iglesia en España va a depender de cómo nosotros los cristianos del Año Dos Mil -obispos, presbíteros, consagrados y fieles laicos- estemos decididos y sepamos transmitir a las nuevas generaciones el tesoro de la Fe cristiana, tal como lo hemos recibido de los Apóstoles: de Santiago, el Mayor. Los rasgos que han caracterizado su apostolado, tal como los conocemos por la mejor tradición jacobea, son de una extraordinaria y actualísima ejemplaridad: Santiago, el hijo del Zebedeo, lo deja todo -su patria, su familia, ¡su madre!, sus amigos, su primera comunidad de creyentes en Jerusalén…- para anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, el Salvador del hombre, en la parte más remota del mundo entonces conocido, llegando hasta el «Finis Terrae» de la geografía romana: del «Orbis romano». Lo hace jugándose y comprometiendo toda la vida; por amor a Él y por amor a hombres desconocidos y a pueblos extraños que sabía ya llamados a ser hijos de Dios; y, por tanto, a quienes estimaba y valoraba con una para ellos desconocida categoría social y cultural: la de hermanos. Lo lleva a cabo sin medios y recursos propios del poder humano. Este estilo desnudamente evangélico de la predicación de Santiago se pone de manifiesto con un divino dramatismo año tras año en la Liturgia de la Palabra de la Eucaristía de su Fiesta, al bellísimo hilo de la 2ª Carta de San Pablo a los Corintios:
«Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,7—10).
De vuelta a Jerusalén, Santiago daría el testimonio definitivo, el del Martirio, el de la sangre derramada por Cristo; que, luego, fecundaría los surcos de las primeras comunidades cristianas de «la Hispania» naciente de forma prodigiosamente fecunda, a la que sus discípulos devolverían sus restos, conservados con emocionada veneración popular desde hace más de un milenio hasta hoy mismo en su Catedral de Santiago de Compostela.
Que renazca con fresco y nuevo rigor el anuncio y el testimonio del Evangelio de Jesucristo en el fondo y en la forma de cómo lo hemos recibido del Apóstol Santiago: ese es nuestro primer y decisivo reto pastoral de la Iglesia en España en esta hora histórica que nos está abriendo nuevas páginas de un futuro incierto; que piden a gritos ser rellenadas con las letras, escritas en carne y sangre, de los que aman a Cristo. Si en toda la acción y vida pastoral y apostólica de los próximos años —en la predicación y enseñanza de la fe, en la celebración de la liturgia, en los planes y programas pastorales, en los modos de hacer presente y operativo el amor cristiano en la sociedad— volvemos a situar como la piedra angular y el fundamento vivo de todo el empeño evangelizador «un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús», entonces amanecerá un nuevo y fecundo milenio de Cristianismo auténtico. Porque, como genialmente decía Pablo VI «no hay evangelización verdadera, mientras no se enuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios». «La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de la vida» (Cfr. Pablo VI, EN 22).
Tampoco no parece haber duda de que el presente y futuro de España depende de cómo se sepa revitalizar las fuentes morales, espirituales y religiosas de su historia, la más auténtica y la más verdadera. «Los días de Santiago» de este «año dos mil» coinciden con una nueva y cruelísima oleada de atentados terroristas en nuestra patria. Subyace a ella un dato que estremece: la negación radical de la dignidad del hombre. Las personas son «calculadas» por los terroristas y sus cómplices como objetos y cosas de nulo valor en sí mismas; solamente «a- preciables», «valorables», como pura «mercancía política». Un tal desprecio al hombre, a su dignidad inviolable, sólo se explica por un paralelo desprecio a Dios, que lo ha creado y redimido como imagen suya, para ser su hijo por adopción.
Volver a la tradición jacobea de la historia de España, a la del Camino de Santiago, la de la peregrinación de todos los pueblos de «la Hispania», «perdida» y recuperada en un largo, paciente y multisecular proceso de configuración renovada de su identidad, peregrinando al Sepulcro «del Apóstol», equivaldría a retornar al mejor manantial de una experiencia del hombre y de la solidaridad humana – entre personas, familias y pueblos- cuya esencia reside en el amor personal: el amor al hombre como al hermano, por encima de cualquier otra consideración; aún que nos cueste la vida. «El Camino de Santiago», el de la Fe en el Evangelio anunciado y testimoniado por el Apóstol Patrón de España, el seguido a través de una historia más que milenaria por prácticamente todos los que la han ido edificando mediante vínculos sociales, culturales y humanos hondamente sentidos en común, como patrimonio espiritual de todos, es el que verdaderamente puede llevar a la España de hoy y del futuro por las sendas de una nueva «Civilización del Amor».
A la luz del legado jacobeo se despeja hoy como siempre lo que en el debate de los últimos cien años en torno a la recta interpretación de nuestra historia se ha denominado el «enigma histórico de España»; como lo ha visto tan clarividentemente alguno de sus mejores historiadores (Cfr. Claudio Sánchez Albornoz, España. Un enigma histórico, Barcelona5 1976; I. 265- 287).
El cristiano vive de una esperanza cierta y victoriosa, la de la Resurrección de Jesucristo, que se sabe cuidada y acompañada por la Madre del Señor y Madre nuestra, la que participa ya plenamente en su Resurrección por su Asunción a los Cielos. Renovemos esa esperanza en la Fiesta del «Apóstol», de Santiago, acogiéndonos a las gracias del Gran Jubileo por la confesión de nuestros pecados y la comunión eucarística, convirtiéndola en propósito firme y gozoso de volver a los orígenes de nuestra fe, a los orígenes de la Iglesia en España, a los orígenes de España.
¡Que Santiago Apóstol, el «Señor Santiago» de nuestra devoción más entrañablemente cristiana, al que llamamos «padre de nuestra fe», ampare y proteja a toda España, a sus pueblos y comunidades, de un modo especialmente cercano a Madrid y a Galicia, en su Fiesta del Gran Jubileo del Año Dos Mil!
Con todo afecto y mi bendición,