Bajo nuevos signos de esperanza
Mis queridos hermanos y amigos:
Comienza el nuevo curso 2000/2001 bajo los signos de la esperanza. Estoy seguro de que se podría caracterizar de otro modo el trasfondo de la realidad social y eclesial que rodea la vuelta al Colegio y al trabajo, la reanudación de la vida familiar en las condiciones habituales del día a día, y los nuevos planes y proyectos de futuro con que se suele responder al envite de un nuevo período de estudios, de tarea profesional o de compromisos personales. Es más, a nadie extrañaría, con la memoria de la ola terrible de atentados de la banda terrorista ETA todavía fresca, el que se empleasen otros tonos más sombríos y preocupantes.
Y, sin embargo, son más luminosos y vigorosos los signos de la esperanza que nunca defrauda. Es más, brillan con tal esplendor en la más viva actualidad de la Iglesia y de nuestra sociedad que hacen palidecer los más ominosos y crueles de las fuerzas del mal y de la desesperación. Incluso me atrevería a sostener que lo que los signos de esperanza de este verano ardiente del año 2000 contienen y expresan es esa fuerza divino-humana con la que se puede vencer —y serán vencidas— todas las apuestas y todas las campañas del odio y de la muerte: a saber la de la vigencia operante de la gracia de Jesucristo y de su Evangelio.
Y no me refiero en general a ese signo de esperanza indestructible, perenne y permanente, que atraviesa todas las etapas de la historia desde hace dos mil años: el de la cruz gloriosa de Jesucristo, de su Pascua nueva y eterna. Presente de forma encarnada y visible en la Iglesia, que la testimonia y celebra sacramentalmente, constituyéndose así ella misma en «el signo elevado entre las Naciones» y como un sacramento o «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano», tal como la definen los Concilios Vaticano I y II. No, me refiero más bien a la forma concreta de cómo ha sido vivido y presentado el testimonio de la presencia salvadora de Jesucristo a través de la comunión de su Iglesia en la humanidad del año 2000 por los jóvenes de todo el mundo junto al Papa en la ya inolvidable XV Jornada Mundial de la Juventud.
En esos días del 15 al 20 de agosto se pudo ver, sentir y palpar en Roma de un modo evangélicamente juvenil como Jesucristo, viviente en la Iglesia, es signo de esperanza para el mundo. La escucha y meditación de su Palabra, la celebración del encuentro sacramental con Él en los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, el diálogo íntimo con su Persona en la oración compartida de largos silencios y de alabanzas jubilosas… trenzaron en el vínculo de una singular comunidad a más de dos millones de jóvenes. Era el Sí de la juventud del siglo XXI a Jesucristo, era su Sí a la vida del Evangelio, que afloraba por todos los espacios, incluidos los más terrenos, de aquella convivencia tan colosal en los números y tan sencilla y tan alegremente contagiosa y humana en su estilo y espíritu. Finamente solidaria e irradiando amor —del de verdad— en una Roma calurosa y atónita. Se podría esperar —se puede esperar— de los jóvenes de la Vigilia y de la Eucaristía de Torre Vergata, unidos estrechamente, con un entusiasmo gozoso y sin mentiras, al sucesor de Pedro, a Juan Pablo II, que les entregaba el Evangelio y les invitaba a responder a la llamada de Cristo a corazón abierto, que hay nueva humanidad, que nuestro presente y el futuro es de los que aman a Dios. La siembra del amor —el trigo— va a ser mucho más fecunda que la siembra del pecado y del odio —la cizaña—.
Los jóvenes de todas las diócesis de España —y ¿cómo no? incluidos los nuestros, los de la Provincia Eclesiástica de Madrid, y en gran número—, estuvieron allí: entre todos unos cien mil. Implicados con lo que ocurría como protagonistas incansables y activos. Participando a fondo en aquella gran experiencia y testimonio universal de Comunión eclesial que estaba siendo y significando para la Iglesia y el mundo la XV Jornada Mundial de la Juventud con el Papa. Ellos, acompañados de sus sacerdotes, de sus educadores y amigos, y no en último lugar de sus Obispos, nos condensaron para nuestras comunidades —para todas nuestras Iglesias Particulares— y para nuestra sociedad, con el vigor espiritual y apostólico sentido en Roma, ese testimonio de lo que alguien ha llamado «la Iglesia joven» del año 2000: el de que Jesucristo, viviente en su Iglesia, es también la fuente de esperanza para España y sus jóvenes generaciones. Ellos son la nueva juventud, la que va a abrir los nuevos caminos del respeto y servicio al hombre, a la persona, imagen de Dios —especialmente contemplada y atendida en el más necesitado—, y de la convivencia fraterna en un nuevo y prometedor futuro que nada ni nadie nos debe arrebatar.
¡Sí, podemos comenzar el curso bajo signos nuevos de la inmarchitable y definitiva esperanza, la de Jesucristo Resucitado, la que no fracasa!
Confiando a la Virgen María, Madre de la Almudena, alba y aurora de la Evangelización, la fecundidad eclesial y pastoral de la siembra de los días de la Roma del Jubileo de los Jóvenes y la riqueza humana y cristiana de su frutos entre toda la juventud de Madrid y de España.
Os saludo y bendigo con todo afecto en el Señor,