Salid al encuentro de Cristo
Mis queridos hermanos y amigos:
En el horizonte de la vida de la Iglesia y en nuestra propia vida asoma un nuevo año bajo el signo de Cristo. Un nuevo año de la era cristiana, un nuevo año litúrgico. Nuestro tiempo, el que experimentamos cada uno de nosotros en el transcurso de la propia existencia con una intimidad y singularidad intransferibles, y el de la humanidad de nuestros días, el que compartimos con nuestro pueblo y con todos los habitantes de la tierra, no es algo «dejado de la mano de Dios»; antes al contrario, es surco de su presencia y camino de su compañía salvadora para el hombre.
En el tiempo —hace dos mil años— «el Hijo Unico de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, pleno de Gracia y de Verdad». Desde ese instante —San Pablo lo designará como «la hora», «la plenitud de los tiempos»— Dios ha entrado en las entrañas mismas del ser humano, del hombre: de todos y cada uno de los hombres; con un fin y designio lleno de amor: para salvarlo. Con bellas y hondas palabras expresaba y explicaba el Misterio del «Redentor del hombre» Juan Pablo II en su primera Encíclica «Redemptor Hominis», siguiendo el hilo de un rico y siempre abundante magisterio de la Iglesia desde los primeros siglos de la comunidad eclesial hasta el Concilio Vaticano II, y bebiendo en las fuentes inagotables de la piedad cristiana de todos los tiempos: el misterio de cómo «el Dios de la creación se revela como Dios de la redención» en Jesucristo, el Hijo de Dios, quien «con su encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre», y que con su sacrificio en el ara de la Cruz «se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre» (RH 9 y 10).
¡Cristo ha venido para siempre! Por eso el acontecimiento de su venida no pasa, no se convierte en «un puro pretérito», del que sólo cabe hacer memoria; sino que es y está siempre «presente». Vivo, eficaz, actual, en cada época y en todo tiempo de la historia que viene y que vendrá; en todo momento y en cada etapa de la vida de cada persona: de la nuestra, de la mía y de la tuya. ¡Qué gozo y esperanzador resulta poder afirmar: nuestro tiempo es tiempo definitivo de salvación! ¡Nuestro tiempo es tiempo de Cristo!
Por eso importa tanto salir a su encuentro una y otra vez, siempre que retomamos el itinerario de nuestras vidas al ritmo del calendario litúrgico y civil, como invita cada año la Liturgia de la Iglesia. Y, como reza la oración-colecta del primer Domingo de Adviento, «acompañados por las buenas obras». El año 2.000 del Nacimiento de Jesucristo, que declina ya, nos ha ofrecido, y nos ofrecerá todavía hasta su clausura, excepcionales oportunidades de gracia y de conversión para entrar en el nuevo siglo y milenio con nuestras vidas transformadas por la caridad de Cristo y por sus frutos de santidad, de justicia, de amor y de paz. El Adviento del Año Dos Mil deviene así extraordinariamente propicio para disponernos de nuevo a abrir las puertas del corazón a Cristo: el que viene, el que se ha colocado a nuestro lado, y nos llama sin cesar. Que no se nos vaya y diluya este nuevo tiempo de Adviento en la dureza de nuestra voluntad, en la huida de nuestra libertad que rehuye y evita a Cristo. Que no tengamos que decir como el viejo poeta castellano: «¡Oh cuanto fueron mis entrañas duras, pues no te abrí. Que extraño desvarío, si de mi ingratitud el hierro frío secó las llagas de tus plantas puras!»
No podemos olvidarlo en este año de inéditos impulsos para una nueva Evangelización: el tiempo de Aviento es siempre tiempo de espera y de esperanza en la obra de la gracia salvadora, que ya nadie podrá detener. ¡Que no intentemos interceptarla u obstaculizarla nosotros ni en nuestra vida personal, ni en la de la sociedad y en la del mundo de nuestros días! ¿Por qué no vamos a estar ciertos de que el compromiso para trasmitir la fe a las nuevas generaciones va a calar con gozo en la conciencia de los cristianos? ¿Por qué no vamos a estar ciertos que el compromiso por el hombre del siglo XXI, tan tentado de cansancio, tan puesto en peligro por las mil manipulaciones del que está siendo objeto, va a surgir con renovada fuerza y alegría por el seguimiento apasionado de Jesucristo y de su Evangelio por parte de tantos en la Iglesia —sacerdotes, consagrados, fieles laicos— al descubrir de nuevo la grandeza y belleza de su vocación? ¿Cómo no vamos a estar ciertos de la esperanza de la erradicación del terrorismo cuando se levantan fuertes y humildes los testigos del «Enmanuel», «del Dios con nosotros»?
Todo lo podremos en este Adviento del Año Dos Mil, que celebra la Iglesia con incontenible júbilo para el bien y la salvación del hombre, en el Espíritu Santo que nos ha sido dado; acercándonos a María, la Doncella de Israel, y aprendiendo con ella a vivir la nueva expectativa del Mesías, el Señor, el que nos ha venido y viene por su maternidad; con ella, la que Dios ha engrandecido al mirar su humillación: la propia de la Esclava del Amor.
¡Un santo y feliz tiempo de Adviento del Año Dos Mil os deseo de todo corazón!
Con todo afecto y mi bendición,