«Daos cuenta del momento en que vivís»
Mis queridos hermanos y amigos:
Muchas veces nos reprochamos dentro y fuera de la Iglesia que no caemos en la cuenta del tiempo en que vivimos. El reproche se refiere casi siempre a aspectos muy particulares y concretos de la historia presente y a su correcta interpretación. Ha sido muy frecuente, por ejemplo, en las últimas semanas escuchar la siguiente pregunta: ¿los atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre significan un cambio decisivo para el futuro de la humanidad? Nada va a ser como antes -se contesta- en el modo de ordenar las relaciones internacionales y de conducir la convivencia entre los pueblos y naciones que conforman «la aldea global» en la que se ha convertido hoy el mundo. Y, ciertamente, es de suma importancia para acertar con los caminos concretos de la justicia y de la paz el saber interpretar en toda su verdad los signos de cada tiempo y época de la historia. Y lo es también en el ámbito especifico de la vida de cada persona y de su intransferible historia personal. ¡Cuántas veces las circunstancias que nos rodean, y que afectan a nuestra intimidad, las relacionadas con los demás, con la familia, con la profesión, con los acontecimientos que marcan el ritmo de la vida pública y de los movimientos sociales, nos están descubriendo el horizonte de la verdad y de la voluntad de Dios para con nosotros!
San Pablo se lo recordaba a los cristianos de la primera comunidad de Roma en unos términos de gran apremio, inaplazables. Les decía: «hermanos: daos cuenta del momento en que vivís ¡ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer!» (Ro 13,11).
Ante esa llamada de atención sobre la necesidad de estar atentos a los signos de los tiempos, el Adviento nos emplaza al comienzo de cada año litúrgico a situarnos en su verdadera y fundamental dimensión: la del nuevo tiempo que se ha inaugurado hace ya más de dos mil años en la Ciudad de David con la venida del Mesías, del Salvador: un tiempo de la máxima cercanía de Dios al hombre, de la realización última de su amor redentor y salvador para con él. Con Jesucristo y su Evangelio Dios nos ha dado el criterio definitivo de la interpretación de los tiempos. Él es «el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Ap 22, 12-13). Ocurra lo que ocurra en el futuro inmediato o más lejano de nuestro mundo, suceda lo que suceda en el transcurso de nuestra existencia, un hecho de decisiva trascendencia es cierto: el Señor nos ha nacido para siempre. Le nace a cada hombre que no le cierre las puertas del corazón; y a cada tiempo histórico de la humanidad, siempre que no se le impida el acceso al alma de las personas y a la conciencia de los pueblos.
Eh ahí pues la tarea espiritual y apostólica a la que nos vemos llamados siempre que se aproxima el tiempo litúrgico de Adviento cada uno de nosotros y la Iglesia entera: reavivar la esperanza de la venida del Señor de forma realista y eficaz en nuestra vida personal y en el servicio pastoral de la evangelización que le debemos a los hombres de cada hora histórica. Para abordarla a finales de este año 2001, tan atormentado por la violencia terrorista, por la guerra y los odios personales y colectivos, que proliferan en tantas versiones, antiguas y nuevas, en la humanidad actual, San Pablo vuelve de nuevo a ser un guía excepcional para acertar con la respuesta adecuada: «la noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz, conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas, ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo».
En este Adviento del año 2001, como en cualquier otro Adviento de la historia, de la pasada y de la que ha de venir, se presiente y se espera la inminencia de la venida del Señor, tan ansiada y tan anhelada por el corazón del hombre, pero de forma especialmente honda casi tres meses después de los trágicos sucesos del pasado 11 de septiembre y a la vista de sus efectos: el miedo de muchos y el dolor de las heridas de la guerra en otros. ¿No emerge de nuevo el deseo insobornable del alma, expresado en la antiquísima súplica de la Iglesia: Ven Señor Jesús? ¿No se hace urgentisíma la invitación -como un clamor- a la conversión y a la penitencia? Acogerla es ponerse en el camino del verdadero y único tiempo de la salvación, la que se va sembrando y cultivando en este último tramo de la historia y que granará gozosa y dichosamente cuando el Señor vuelva en esplendor y majestad, Esperanza vigilante y vigilia esperanzada: esa es la respuesta a la que nos invita y en la que nos sostiene María Virgen, la protagonista por excelencia del Adviento: María, la Inmaculada, la que le abrió al Hijo de Dios sus entrañas de Madre para que pudiera hacerse «hijo del hombre», sin dejar de ser la persona santísima del Hijo de Dios, el Unigénito del Padre.
El ejemplo de María, su intercesión maternal, acudir a Ella con confianza filial, nos son más necesarios que nunca para volver con empeño redoblado a ser testigos de la Buena Noticia de que el Salvador viene para la esperanza del mundo.
Con los mejores augurios de un santo y esperanzado tiempo de Adviento y con mi bendición,