Ante la culminación de la Campaña Orar en la enfermedad, promovida en nuestra Archidiócesis por la Delegación Pastoral de la Salud

Queridos diocesanos:

Orar en la enfermedad, consigna de la Campaña de Pastoral de la Salud y de los Enfermos para el presente año, es una de las más necesarias y hermosas invitaciones que cabe hacer a todos los fieles cristianos desde la entraña misma de la Iglesia y de su misión evangelizadora. Gracias a Dios, además, no se trata sólo de una invitación sino de una realidad palpable mucho más frecuente, rica y variada de lo que una mirada superficial al mundo sanitario de nuestra Archidiócesis pudiera percibir.

En efecto, quienes están inmersos en este mundo -que son de un modo u otro, todas las personas- constatan a diario la abundancia y variedad de oraciones que los enfermos y quienes les cuidan desde la propia familia, las profesiones sanitarias, el voluntariado asistencial católico y los ministerios pastorales de la sanación elevan hacia Dios, como una expresión de sus sentimientos más hondos y de su fe, puesta a prueba en unos casos o fortalecida en otros. Los gritos y lamentos, la petición esperanzada, la aceptación serena o la alabanza agradecida: todas estas exclamaciones dirigidas a Dios desde los hospitales, los domicilios o las residencias de cuidados sanitarios especiales, en forma de quejas por el sentimiento de su ausencia, el presentimiento de su cercanía o la afirmación abierta de la comunión con Él, configuran un inmenso coro de plegarias que la vivencia de la enfermedad, y de sus múltiples secuelas dolorosas o gozosas, impulsa hacia Aquél a quien nosotros confesamos como la Fuente de la Vida y el Promotor de nuestra Salud en este mundo y luego en la Jerusalén celeste, donde Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas (Ap 21,4).

En la celebración de la Eucaristía y de la Santa Unción, este domingo 9 de junio, queremos ante todo expresar nuestra gratitud al Dios único y verdadero, que perdona todas nuestras culpas y cura todas nuestras enfermedades (Sal 103, 3); a Quien, como Padre de nuestro Señor Jesucristo, se nos revela como Padre misericordioso y Dios que es de todo consuelo (2 Cor 1,3); a Quien, como Espíritu Santo, Dador de Vida y Consolador, viene en ayuda de nuestra flaqueza y, cuando no sabemos orar como conviene, intercede Él mismo por nosotros con gemidos inefables (Rom 8,26). La oración es el don totalmente gratuito e inmerecido que los hombres hemos recibido de Dios por el hecho de crearnos a su imagen, y destinarnos a ser sus hijos en una vida de comunión con Él, cuya consumación significará para nosotros la consecución de la salud definitiva y la superación de todas las formas de enfermedad y dolor que en este mundo nos afligen.

Demos gracias a Idos por cuantos enfermos perciben su presencia íntima y amorosa, que les lleva a ponerse en sus manos convencidos de que el Señor les salva en la enfermedad, aunque no siempre les libre de ella; a todos cuantos saben convertir la súplica: Líbranos del mal en la expresión confiada: Hágase tu voluntad (cf. Mt 8, 10.13). Démosle gracias también por la oración de los familiares de los enfermos, por la de los profesionales sanitarios, los visitadores parroquiales de enfermos y los ministros de la Pastoral de la Salud.

Pero a la acción de gracias unamos la súplica humilde de los primeros discípulos de Jesús: Señor, enséñanos a orar (Lc 11,1) en la enfermedad; danos una viva conciencia de que siempre debemos ser aprendices de oración. Pidámosle que nuestra oración de petición nos vaya llevando a identificar cada vez más nuestra voluntad con la suya; a que sepamos pedir, como Jesús, que si es posible, pase de nosotros el cáliz de la enfermedad y sus secuelas de dolor, para añadir a continuación que, sobre todo, eso suceda si así se cumple su voluntad, y no sólo la nuestra (cf. Mt 26, 39). Por Cristo, con Él y en Él aprendamos a dirigirnos a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, y a ofrecerle nuestra persona entera, nuestra enfermedad y nuestra salud, como el verdadero culto espiritual (cf. Rom 12,1) que encierra todo el honor y la gloria que le debemos.

Pidamos a Dios, por último, valorar y animar a valorar la oración cristiana como el recurso restablecedor más poderoso que la Iglesia ofrece al mundo sanitario. La oración auténtica y genuina, aquella que toma como modelo la oración de Jesús y se nutre de ella, es la medicina capaz de irnos convirtiendo en la viva imagen de Quien fue creciendo en sabiduría, en edad y en gracia (Lc 2,52), cargó luego sobre Él nuestras dolencias (Mt 6, 17), murió por nuestros pecados y resucitó finalmente para nuestra Salud. Que la invitación a orar en la enfermedad, dirigida a los enfermos y a sus cuidadores, sea un empeño cada vez más arraigado en todos cuantos desarrollan la Pastoral de la Salud en nuestra Iglesia diocesana.

Y que Santa María de la Almudena, modelo de orante en Nazaret, en Belén, en el Calvario y en Pentecostés, inspire junto a su Hijo la plegaria de cuantos oran en la enfermedad.

Con mi afecto y bendición,

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