Nuestro horizonte de la esperanza
Mis queridos hermanos y amigos:
La frecuencia de las malas noticias que han esmaltado el verano, que está a punto de despedirse, pudiera haber confirmado la valoración pesimista del futuro del mundo y el aparente apocamiento de muchos en la Iglesia del que se aprovechan con su habitual tenacidad los sempiternos, escépticos y críticos de su momento actual. ¿Es posible continuar con compromiso ilusionado de vida y con una renovada experiencia de la vocación apostólica el empeño de llevar la palabra, la vida y el testimonio contagioso del Evangelio a la sociedad y a los hombres de nuestro tiempo? Esa es de nuevo nuestra principal cuestión -y tarea- al iniciarse el curso 2002/2003.
La llamada «Cumbre de la Tierra», que acaba de clausurarse en la Capital de la República Sudafricana, Johannesburgo, nos ha refrescado la memoria de lo que ya sabíamos: de cómo se presenta el panorama de. una situación mundial profundamente marcada por una pobreza extrema y generalizada, por la amenaza del hambre y del Sida, por la agresión continuada al medio-ambiente, por las guerras que no cesan… En pocos días se conmemorará el primer aniversario de los terribles atentados del 11 de septiembre en Nueva York y en Washington. Tanto el terrorismo internacional, como el de ETA, mantienen su siniestra actualidad. Y por si fueran pocos estos males de los que somos protagonistas los hombres con nuestras transgresiones de la ley moral, cada vez más provocadoras, y con nuestra resistencia a cualquier proceso hondo de conversión a Dios y de cambio consiguiente de vida, hemos asistido este verano al impacto masivo y destructor de vidas y bienes valiosísimos, producido por inmensas catástrofes naturales, que suscitaban, sin embargo, multitud de respuestas de ayuda y auxilio, demostrativas de una extraordinaria generosidad por parte de muchos ciudadanos e instituciones de todo tipo: públicas y privadas.
Siempre fue posible, por tanto, vislumbrar signos de esperanza en el panorama oscuro de las noticias que nos llegaban a lo largo de las semanas del descanso veraniego. Conocíamos también acontecimientos e iniciativas, relacionadas preferentemente con las jóvenes generaciones, en las que operaban ideales, estilos de vida, inspiraciones de la mejor calidad humana y cristiana y que ponían un contraste de luz y de auténtico optimismo en el cuadro del verano del 2002. Es más, una visión esperanzada del futuro se desplegaba ante nuestra mirada en sus semanas centrales con una luminosidad y belleza incontestables: la de la XVII JMJ con el Santo Padre, Juan Pablo II, en Toronto, en Canadá. Un millón de jóvenes católicos peregrinos de todas las regiones de la tierra se reunían con el Papa, después de una intensa y gozosa semana de preparación personal y espiritual, comunitaria y pastoral, para proclamar con él, celebrar en la Eucaristía y vivir y experimentar en la convivencia fraterna y en la plena comunión de la Iglesia, expresada por una catolicidad sin par; la invitación y la llamada apremiante de Jesucristo a hacer realidad viva, y vivida, en el corazón de los hombres de hoy el Evangelio de las Bienaventuranzas. Los jóvenes volvieron a sintonizar intensamente con las palabras de Juan Pablo II cuando los animaba de nuevo a ser la «Luz del Mundo» y la «Sal de la Tierra». El vigor propio, nunca marchito y siempre nuevo, de la fuerza de la Verdad y de la Gracia de Jesucristo se mostraba con una singular transparencia a través del ejemplo conmovedor del anciano Papa, Pastor universal de la Iglesia de Jesucristo, que se entregaba a los jóvenes hasta el límite de sus posibilidades físicas para anunciarles y hacerles sentir la cercanía cálida de la presencia ‘de Jesucristo, el que les ama y envía para ser cooperadores fieles e incansables de la Salvación que ha ve-nido por Él irrevocablemente para el mundo.
«La Jornada», como sucedió en sus anteriores celebraciones, fascinó en primer lugar a la ciudad y al país que la acogía. Despertó en unos casos, y, en otros, confirmó, el ilusionado compromiso con el modelo evangélico de vida y el servicio y testimonio apostólico de la Iglesia y con la Iglesia. La fe en el Señor Jesucristo se había empapado de esperanza en muchísimos Obispos, sacerdotes, seminaristas, consagradas y consagrados, en educadores, familias, apóstoles seglares, presentes en la Jornada, y en los que la siguieron desde lejos con no disimulado interés e., incluso, en los que la miraron en principio con apática indiferencia. Sentimos todos como un -impulso interior de que el amor renovado y ardiente de Jesucristo constituía la verdadera y única fuerza para la edificación futura de la familia humana corno Pueblo de Dios, que peregrina en la historia por caminos de verdad, de libertad, de justicia, de amor y de paz.
Esta ha sido también la inolvidable experiencia de todos los que hemos participado en la peregrinación madrileña, muy nutrida, a Toronto, con el preludio neoyorquino: verdadero desafío para apostar por la esperanza cristiana en el siglo XXI. Su huella en nuestras almas, imborrable y fecunda, es el fruto que quisiéramos convertir en una aportación a toda la comunidad diocesana al comienzo de un curso en el cual la primera etapa del Sínodo Diocesano, que hemos convocado, deberá llevamos al encuentro verdadero, auténtico, sin reservas, con Él; Jesucristo, Camino, Verdad y Vida para los hombres; de tal modo que se lo sepamos ofrecer a cada uno de nuestros hermanos de Madrid y a toda la sociedad madrileña, convincentemente, con obras y palabras, como el verdadero y único Salvador del mundo, siguiendo el estilo de su Evangelio: el de su Amor que a la vez libera y compromete.
Quiera, Nuestra Madre, la Virgen de la Almudena, sostenernos y animarnos constantemente en este empeño
Con todo mi afecto y bendición,