Ante las situaciones de violencia y malos tratos
Mis queridos hermanos y amigos:
Las noticias sobre situaciones de grave violencia, ejercida en los ámbitos más íntimos y cercanos a la vida diaria de las personas, han ido en un aumento cada vez más alarmante en los últimos meses y semanas, llegando incluso al extremo del asesinato premeditado. Los casos de maltratos y abusos denigrantes de mujeres, dentro y fuera de lo que se califica no siempre con precisión como marco doméstico, el desamparo y soledad de muchos ancianos, los fenómenos reiterados de violencia juvenil, etc., de los que se hacen eco los medios de comunicación social, y los conocidos directamente por la propia experiencia personal, configuran una realidad social que debería empujarnos sin dilaciones a un examen de conciencia veraz y valiente en la Iglesia y en la sociedad, máxime cuando estamos iniciando el curso escolar y pastoral.
Habría que preguntarse, en primer lugar, por las últimas raíces de esos comportamientos que atentan tan directa y brutalmente contra el prójimo. Y nunca mejor empleada esta expresión –del que te es más próximo– para designar a las personas que constituyen el círculo más llamativo de las víctimas de estas acciones criminales, tan extraordinariamente crueles, pues suele tratarse de las que han convivido o habitado con sus agresores. ¿Basta con quedarse en el análisis de los factores medioambientales que condicionan a unos y a otros negativamente, y a los que se acostumbra apelar en estos casos, como son las inadaptaciones familiares, escolares y profesionales, la falta de trabajo y empleo estable, el libertinismo en el que se desenvuelven tantas veces los lugares y modos de diversión y del tiempo libre de la sociedad actual? Es evidente que su influencia es poderosa e innegable, pero no decisiva. La libertad de los protagonistas de esas acciones para elegir otro tipo de conducta no queda por ello ni fatídicamente impedida, ni mucho menos eliminada en su substancia, dejando a un lado los casos patológicos de graves trastornos psiquiátricos. En definitiva tras estas situaciones personales late siempre un problema más hondo: él de la deformación, cuando no el del desprecio de la conciencia. Aunque eso sí, la quiebra de la conciencia personal se vea frecuentemente inducida y alimentada por corrientes sociales de opinión y de vida colectiva, partidarias activas de una concepción puramente materialista y hedonista del hombre. En último término lo que está sucediendo es una crisis de la conciencia moral en las personas y en la sociedad.
No es extraño, por lo tanto, que los recursos que se sugieren y demandan habitualmente para atajar o neutralizar este crecimiento de actos violentos en el domicilio y en la vecindad –que en sus formas más crueles repugnan a cualquier persona de bien– se reduzcan al plano de la acción política y de su correspondiente reflejo jurídico y policial; imprescindible, por otro lado, para hacer efectivos positivamente los imperativos de la justicia y de los derechos fundamentales de la persona humana en este campo tan delicado de la vida social en el que se encuentran tan gravemente amenazados. Dar un paso más por la vía de un reconocimiento de otro plano de la realidad humana, más sensible y fundamental, donde actúan y se ventilan los factores más decisivos de esta situación, como, son, por ejemplo, los medios de comunicación social, la escuela, la familia, la salud física y psicológica, sin excluir la cultura dominante, ya cuesta mucho más. Pero ir hasta lo hondo de la moral personal y social en su constitutiva e íntima interrelación y, no digamos, colocarse en lo que el Concilio Vaticano II llama “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre”, la conciencia moral, que responda de sus actos y del camino de la existencia ante Dios, eso ya se reduce a pocos y contados casos de los que influyen en la vida y en la opinión pública (GS,16).
Y, sin embargo, es aquí donde se halla y plantea el problema en su raíz, y, por supuesto, donde se debe de actuar con perseverante decisión empleando el método propio del Evangelio, cuyo quicio es el de la oferta creíble y aauténtica al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo de la verdad salvadora de la Ley y de la Gracia de Dios, por la vía de la iluminación y sanación de las conciencias, capacitándolas y elevándolas para el Amor verdadero de Dios y de los hermanos. Porque si lo que emerge como dato esencial de los hechos delictivos, de tan dolorosa y angustiosa actualidad, es la realidad de un cuestionamiento radical de la conciencia moral, sólo queda devolverle al hombre su dignidad de persona, creatura de Dios, llamado a vivir el Amor como la verdad de su existencia y abrirle la puerta de la conversión de una vida de pecado a otra, impregnada de la plenitud de la Ley Nueva, la del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, que le ha sido dado por la gracia y el don del Espíritu Santo.
Que su Madre, la Virgen María, la que no vivió de otra cosa que de cumplir la voluntad amorosa del Padre, nos conduzca y sostenga en ese camino de la esperanza que ha de quedar abierto de par en par para las nuevas generaciones de cristianos y que no se cifra en otra cosa que en el cumplimiento del doble mandamiento: el del Amor a Dios y al prójimo.
Con todo afecto y mi bendición,