Ha vencido la vida
Mis queridos hermanos y amigos:
¡Ha vencido la VIDA! Este es el mensaje que la Iglesia proclama ante el mundo al amanecer de este luminoso y gozoso Domingo de Pascua de Resurrección del año 2003. La victoria de la Vida es el resultado, divino y humano a la vez, de lo que ella ha conocido y experimentado un año más en la celebración de la Semana Santa. Lo ocurrido en Jerusalén con Jesús de Nazareth en aquellas fechas de la Pascua Judía de hace dos mil años, que se nos han hecho actualidad para nosotros en estos días, no admite otra interpretación última que la que la misma Iglesia ofrece en el canto de la Secuencia de su liturgia del Domingo Pascual:
«Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta»
Esa lucha final entre la muerte y la vida, el pecado y la gracia, la hemos podido vivir y comprobar con renovado realismo sacramental en las celebraciones litúrgicas de estos días santos. Con la claridad de la fe hemos ido viendo como el poder del Maligno iba cerrando la trama mortal de la conspiración de los enemigos de Jesús hasta llevarle, en poco más de cuarenta y ocho horas, desde el Cenáculo de su Ultima Cena con los suyos, los Doce, hasta la Cruz, hasta su crucifixión; valiéndose para ello de las más insospechadas e inesperadas cooperaciones -todas cobardes- de los que le traicionan, niegan y abandonan. Son casi todos. La única que no le falla es su MADRE, María, y Juan, el discípulo amado que no la deja sola al pie de la Cruz. La balanza de la historia parecía haberse inclinado definitivamente del lado del poder del pecado y de la muerte. ¿No venía a confirmarlo incluso aquel último grito de Jesús Crucificado: el del «Dios mío Dios mío, ¿porqué me has abandonado?» Y, luego, seguirían la sepultura y las horas tensas y oscuras de un Sábado desolador, dramáticamente vacío y triste.
Y, sin embargo, desde los planes del amor misericordioso del Padre, a los que había obedecido con infinita y tierna piedad el Hijo, estaba sucediendo justamente todo lo contrario: acababa de consumarse la victoria del perdón y de la gracia divinas; quedaban irreversiblemente abiertas las puertas para el triunfo de quien es LA VIDA. Aquella noche que va del Sábado, él de la Fiesta anual de la Pascua Judía, al Domingo, el primer día de la semana, con el que se iba a inaugurar el nuevo tiempo de la Vida, resucitaba del sepulcro Jesús, Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador. Era su triunfo un triunfo total y radical sobre la muerte y sobre su causa primigenia, el pecado, y sobre su máximo instigador, el Diablo, derrotado para siempre. La Iglesia se veía inundada con su LUZ, la Luz nacida y encendida en el fuego del amor de su Corazón Divino. ¡LA VIDA HABIA TRIUNFADO! Su victoria será eterna.
También lo percibía así, a lo largo de estos días, el pueblo cristiano en sus devociones, entretejidas de sentimientos y de convicciones surgidas de una fe sencilla a lo largo de una honda y rica tradición cristiana multisecular, que acercaba de nuevo en plazas y calles a sus hijos, a los más pequeños, a los niños, de forma espectacularmente bella, «el drama» de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo que se celebraba en la Liturgia. Un drama, que le conmovía hasta lo más hondo de sus entrañas y del que presagiaba un final como no había conocido ningún otro drama de la historia humana: él del triunfo de la Resurrección de Jesucristo, «el primero entre los hermanos»: prenda y promesa de nuestra propia Resurrección.
Y en la sublime Noche de la Vigilia Pascual la victoria de la Vida se plasmaría en el bautismo de tantos adultos, que en nuestra Santa Iglesia Catedral y en muchas otras Iglesias de nuestra Archidiócesis recibían el Sacramento del Bautismo y los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana, la Confirmación y la Eucaristía, pasando así de la muerte a la vida.
Y, no dudo, que dentro de dos semanas cuando el Santo Padre nos visite en Madrid poniendo delante de nuestros ojos cinco nuevos Santos de la España contemporánea y nos convoque para ir de nuevo al mundo -«al de casa», aquí entre nosotros, y al de fuera de nuestras fronteras, el de «la misión»- a anunciar el Evangelio del Resucitado, se mostrará de nuevo con una singular atracción y fuerza histórica el triunfo de la Vida. En el vigor pastoral de Juan Pablo II, inaccesible al cansancio, y en su especial amor a España vibrará el envío -el del «seréis mis testigos»- con los ecos inconfundibles de la victoria pascual de Jesús: de su AMOR, de su gracia y de su ley, con sus frutos maduros de la santidad y de la VIDA. Y con María, la Reina del Rosario y de la Paz, podremos y querremos ser sus testigos, y amanecerá para los jóvenes de España una nueva alborada de luz gloriosa, de vida radiante, de amor auténtico, más fino que el oro, y de la paz: paz sin trampas ni fronteras. Y ellos serán sus nuevos e intrépidos centinelas.
Con mis mejores deseos de una santa y feliz Pascua de Resurrección para todos y con mi bendición,