Mis queridos hermanos y amigos:
El fin del año obliga siempre a tomar conciencia del futuro, por encima, incluso, de la mirada retrospectiva de lo vivido, sufrido y gozado en el año que se va; en este caso, de lo ocurrido sobre todo en el marco de la vida de la Iglesia. El año que culmina hoy, en la Solemnidad de Cristo Rey del Universo, es el año litúrgico, el que se mide por aquella dimensión de su dinamismo interior en la que ella es más ella misma, la Esposa de Cristo, del Cordero sin mancha inmolado por nuestra Salvación y ya glorioso a la derecha del Padre que habrá de venir a juzgar a vivos y muertos como el Señor misericordioso de la historia: de cada uno de nosotros y de toda la humanidad. Él es, pues, el que de nuevo en este domingo, ultimo del año litúrgico 2004, se nos presenta como el que domina e ilumina el horizonte último de nuestra existencia, el que viene y vendrá para salvarnos.
Si hay un aspecto en la concepción del hombre que haya sido analizado y debatido apasionada y contradictoriamente por el pensamiento y la cultura de nuestra época ha sido la del significado de la categoría “tiempo” para comprenderlo y configurarlo en la teoría y en la práctica. La fórmula de reducir la existencia humana a pura temporalidad -¡el hombre brota, se gasta y se diluye con el tiempo!- ha sido la preferida por muchos, al negarse a aceptar su relación con Dios, su Creador y Redentor. De este modo se le robaba al hombre su futuro, su futuro verdadero y, consiguientemente, el sentido hondo y trascendente de su vida. Se le condenaba, sencillamente, a la muerte total, a la nada. El intento de “socializar” el futuro, concebido al modo marxista, hablando del futuro de la humanidad en general como sucedáneo del futuro personal de cada ser humano -lo que importa no es lo que me suceda a mí, sino un supuesto progreso social- lo refutaron no sólo la experiencia íntima de cada hombre que se resiste a desaparecer en su intercambiable personalidad individual, sino también los mismos hechos de la historia más reciente con el derrumbamiento del sistema comunista en los países del centro y el este de Europa. De lo que se trataba en el fondo era del uso político de una supuesta filosofía sobre el hombre para perpetuarse en el dominio despótico de la sociedad: ¡una simple y desnuda cuestión de poder!
El hombre -cada hombre y la humanidad como la gran familia constituida por las generaciones sucesivas de todos los nacidos de mujer- tienen futuro y un futuro de eternidad que se va labrando y adquiriendo en el tiempo con un objetivo claro e inequívoco que lo identifica: la felicidad verdadera, compartida en el amor que no pasa nunca. Un futuro que desde el principio está en manos de Dios, del Dios que nos ha creado y redimido por amor: un amor infinito que sobrepasa toda comprensión humana. La Fiesta de Cristo Rey nos lo confirma: Dios todopoderoso y eterno ha fundado todas las cosas en su Hijo muy amado y por El las ha liberado de la esclavitud del pecado; hecho hombre por designio del Padre, comparte con nosotros la suerte de los hijos de Adán, entregándose a la muerte y una muerte de cruz como oblación reparadora que su Padre acepta, resucitándolo y enviando por El a su Iglesia y al mundo el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Si Dios Padre “nos ha sacado -de este modo- del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido”, nuestro futuro ha quedado despejado para siempre tanto desde el punto de vista de lo que va a ser término y final de nuestra existencia como del camino que ha de recorrer para alcanzarlo ¡Estamos llamados a participar en la gloria del Hijo, del Rey del Universo, definitiva y plenamente, tomando parte en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte! Aquí radica la vocación constitutiva de cada ser humano que se inicia y madura en el tiempo por la vía de la santidad y que se cosecha y consuma en la eternidad con el gozo de la gloria de los Bienaventurados. A la participación eterna en esa vida trinitaria de Dios se encamina el hombre, su historia, y el universo entero. En la obediencia libre de nuestro corazón a su gracia y a su ley, en el reconocimiento a través de la propia vida del Reinado de Jesucristo sobre todo lo creado estriba el acierto en el camino y por supuesto el éxito del logro de la felicidad eterna que se encuentra al llegar a la meta.
María, la Madre de Jesús, la Reina de cielos y tierras, nos anima y nos acompaña en ese camino de santidad abierto en el Reino y por el Reinado de su Hijo en el que se muere al pecado y se resucita a la vida nueva. El reinado verdadero de Cristo ha quedado definitivamente instaurado en la cruz. El que sabe pedirle como el buen ladrón del Evangelio -“Jesús acuérdate de mi cuando llegues a tu reino”-… ese lo alcanzará. Oirá como dirigidas también a él las palabras del Crucificado: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Con todo afecto y mi bendición,