El Señor viene
Mis queridos hermanos y amigos:
¡El Señor viene! Toda la historia de la humanidad y, de un modo singular, la de Israel, el pueblo elegido, ha estado marcada por una honda nostalgia espiritual, la de haber perdido para siempre un tiempo de armonía con Dios, con los demás hombres y con el mundo en el que se desenvuelve la existencia humana sobre la tierra. En ese sentimiento se esconde la añoranza más o menos reflejamente intuida de un paraíso posible, pero perdido por la propia culpa del hombre. A la vez, sin embargo, esa historia se siente alentada también desde el principio por una esperanza: la de que de Dios viene y vendrá la salvación. Para Israel esta esperanza se ilumina precisamente por la palabra de sus grandes profetas y se fija y concentra en la figura de un Mesías de Dios: de un Salvador que Yahvé le enviará cuando llegue su hora, la hora fijada por su amor misericordioso: ¡se espera al Mesías! ¡se espera al Señor!
La Iglesia al comienzo de cada año litúrgico revive en sus celebraciones litúrgicas esa actitud de los mejores israelitas, de “los pobres de Yahvé”, cuando parecen cumplirse los tiempos según los planes de Dios y se ve inminente la llegada del prometido Salvador. Ella vive ya plenamente en el nuevo tiempo de Jesucristo, el Mesías de Dios, el que ha venido a salvarnos. Es más, la Iglesia es su Cuerpo, el instrumento sacramental de su acción salvadora en la fase final de la historia del hombre y del mundo. En la Iglesia y por ella, cada hombre, la humanidad entera y el universo se hacen contemporáneos de Jesús a lo largo de toda su trayectoria histórica: desde el momento de su encarnación en el seno de la Virgen María hasta el día glorioso de su resurrección, pasando por todos los acontecimientos y aspectos de su nacimiento, vida, pasión y muerte en la cruz. De forma que empapándose de Él, a través de la vivencia litúrgica de los Misterios de su Vida, Muerte y Resurrección, renazca por su gracia para Dios, madure por la conversión y el perdón de los pecados en su amor y santidad, y vaya así preparando y anticipando su plena identificación con Él en la gloria del Padre.
El inicio de cada nuevo año litúrgico incluye una renovada invitación, dirigida a los cristianos, a recorrer con la Iglesia todo el itinerario de Cristo en “su paso” por el tiempo y el espacio del hombre hace dos mil años, en la oración contemplativa, en los sacramentos, especialmente en el de la Eucaristía, y en la vida diaria, llevando a la práctica de la existencia temporal toda la riqueza sobrenatural de su Evangelio. Con el Adviento, año tras año, desde el día del comienzo mismo de la Iglesia en Pentecostés, se reemprende con renovada esperanza ese camino de la vida en Cristo, con Cristo y por Cristo: deseándolo, buscándolo y esperándolo al modo y estilo espiritual que caracterizó a todos aquellos personajes de aquel Israel de Dios que nos han dado a conocer los Evangelios y que podría resumirse en una sencilla fórmula: espíritu de penitencia y humilde confianza en la infinita misericordia y bondad de Dios. Actitud que encuentra en María, la Madre del Salvador, su más sublime e insuperable expresión. ¡Ella, la esclava del Señor, no aspiraba a otra cosa que a cumplir su voluntad, a que se hiciese y cumpliese en toda su vida la Palabra de Dios! Apoyándose en María la Virgen y Doncella de Nazareth, siguiéndola a Ella y contando con Ella y su intercesión maternal en nuestra vida y en nuestra muerte, podremos nosotros en este Adviento del 2004 retomar con purificada y avivada esperanza el camino de nuestra propia vocación cristiana en la Iglesia y en el mundo.
¡Demos testimonio de que el Señor viene en este Adviento que se inicia hoy cuando declina el año 2004 y se divisa en el horizonte el amanecer del nuevo año 2005! ¡Urge mucho! El número de los desesperanzados que nos rodean dentro y fuera de la Iglesia es muy grande. Que puedan ver y constatar en nosotros la fuerza de la oración, la autenticidad de la conversión, la serenidad del perdón recibido y la confianza gozosa de que Dios nos ha amado y nos ama cercana, eficaz e irrevocablemente. ¡Que por el ejemplo de nuestras palabras y de nuestras obras puedan ellos también recibir de nuevo el aliento de la gracia que les capacite y anime para sentir en su corazón la certeza de la esperanza de que el Señor viene también para ellos, para su bien y para su salvación, próximamente: en la nueva Navidad que se acerca ya.
¡Que esa sea nuestra petición de Adviento a Nuestra Señora de La Almudena, la Virgen de la esperanza! ¡Que encienda la esperanza, la esperanza de su Hijo, el Salvador del hombre, en el corazón de los enfermos, de los pecadores, de los necesitados de toda clase y condición, de los pobres y afligidos y, de un modo muy especial, de nuestros jóvenes!
Con todo afecto y mi bendición,