La urgencia de un nuevo tiempo de Adviento
Mis queridos hermanos y amigos:
El tiempo de Adviento que hoy comienza es toda una invitación a salir al encuentro de Cristo que viene. Una invitación, que se reitera año a año; que siempre suena a nueva y a apremiante; pero que en el contexto eclesial y social del 2005 que fenece, resulta particularmente actual y urgente.
Un acontecimiento de extraordinaria importancia para el hombre ¡para su futuro! se anuncia como inminente: ¡Cristo viene! Viene a su Iglesia, viene a cada uno de sus hijos y a sus familias; viene también para la humanidad ¡para todo hombre de buena voluntad! Incluso quiere llegar a los de mala voluntad con el fin de ganarles su corazón. Decía bellamente el poeta de nuestro Siglo de Oro:
“¡Cuantas veces el ángel me decía:
‘Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía’!
¡Y cuántas, hermosura soberana:
‘Mañana le abriremos’, respondía
para lo mismo responder mañana!”
Sí, así viene Cristo en este Adviento cuya celebración litúrgica hoy iniciamos: como el que llama a las puertas de lo más íntimo e interior de nuestras vidas con un amor porfiado, que nunca se rinde ante las respuestas de la ingratitud humana. ¿Le abriremos nosotros, los fieles de la Iglesia Católica al menos, las puertas de nuestro corazón, en este Adviento? ¿Lo haremos los católicos de la Archidiócesis de Madrid? Las consecuencias del sí o del no a ese Cristo que viene, del retraerse o de apresurarse a salir a su encuentro, deben de sernos claras: ¡nos jugamos la salvación! ¡la salvación que se siembra ya en el tiempo y las circunstancias de la vida presente y que fructifica después de la muerte en la gloria y felicidad eternas!
La especial urgencia para renovar con fervor la oración, con la que la Iglesia inicia su Liturgia del primer Domingo de Adviento, de que Dios Todopoderoso avive en sus fieles “el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene”, reside en ese ambiente de voluntaria oscuridad de mente y de corazón frente a Dios en el que está sumergida la existencia de muchos de nuestros contemporáneos; en unos casos, de forma militante; en otros, de forma pasiva, indiferente y amorfa; en cualquier caso, voluntariamente, como una opción de vida. Lo detectábamos con claridad en nuestro común examen de conciencia, previo y preparatorio para la celebración de nuestro III Sínodo Diocesano. Mala es esa oscuridad espiritual con la que se envuelve libre y gustosamente el hombre, ya sea en su vida personal ya en la familiar y social. Malo es cerrarse a la Luz, a la Revelación de Dios. Así lo ha pretendido hacer reiterada y programáticamente la modernidad con efectos de sufrimiento y de muerte que muchos recordamos dolorosamente en España y en Europa. Así continúa haciéndolo hoy una cultura y una concepción del hombre y del mundo, influyente y dominante en los sectores más poderosos de la sociedad, por muy paradójico que parezca ante el resultado ¡tan a la vista! de una negación radical de la dignidad de la persona humana como no había ocurrido nunca en la historia de la civilización, iniciada con aquel primer Adviento de hace dos mil años cuando “el resto de Israel” esperaba la llegada inminente del Mesías, del Señor, del Salvador, prometido y anunciado por los Profetas. Siempre que se proponen caminos para la liberación del hombre, de su dolor y de su infelicidad, al margen del reconocimiento de la realidad del mal moral −es decir, del pecado− y de la muerte, se le está engañando o a sabiendas o por crasa ignorancia. ¡Sólo quien nos libra del pecado y de la muerte temporal y eterna, es verdaderamente nuestro Salvador! Solamente el programa de vida personal y colectiva que sea capaz de conducirnos al encuentro del Salvador, es el que nos pondrá en el camino de la verdadera, plena y feliz realización de nosotros mismos: ¡de la humanidad!
La responsabilidad de la Iglesia y de todos sus hijos de mantener vivo el anuncio de Cristo que viene, en esta encrucijada histórica, especialmente en España y en Madrid, cobra un relieve nuevo, de alguna manera, excepcional. Como en otras ocasiones en el pasado, el amor de Cristo y del hombre nos acucian para que asumamos sin demora la tarea de la transmisión de la fe, para que descubramos con nuevo vigor espiritual y apostólico la dimensión y vocación misionera que es propia de todo cristiano −sacerdote, consagrado, laico…−, para que la vivamos y ejercitemos muy especialmente en el seno de nuestras familias. ¡Qué hermoso será “un Adviento”, vivido en familia, en el que padres e hijos se preparen para la venida del Señor con la oración en común, a la luz del Evangelio de la Infancia, invocando a María en los misterios gozosos del Santo Rosario, por ejemplo; con el ejercicio de la penitencia y de obras de amor al prójimo, expresado especialmente en el cuidado y amor a los niños más necesitados: de salud, de cariño, de pan, de educación… de conocimiento de Jesús, etc.; acudiendo al Sacramento de la Reconciliación y confesándose! Entonces sí que iremos en aquella dirección de una vida, redimida y santificada por Cristo, que nos llevará a ser colocados a su derecha cuando Él vuelva definitivamente en gloria y majestad para abrirnos plena y definitivamente las puertas de su Reino.
María, la Virgen Santísima, nuestra Señora de La Almudena, ha ido por delante de nosotros al encuentro del Señor, abriéndole todo su ser, obediente a la voluntad del Padre y esposada incondicionalmente con el Espíritu Santo, para que el Hijo tomase carne en sus purísimas entrañas. Es más, fue el instrumento inmaculado y virginal para que el Hijo de Dios fuese al encuentro del hombre para salvarlo. Iniciemos con Ella este nuevo Adviento, imitándola, recibiéndola “en nuestra casa”, buscando su amparo y protección en este tiempo de espera y de esperanza, en el que la venida del Señor vuelve a ser inminente. Que no se nos pueda reprochar a los cristianos de Madrid en el futuro que en el Adviento del año 2005 habíamos respondido al Señor que se acercaba a “nuestra ventana”, con “el mañana le abriremos”, “para lo mismo responder mañana”.
Con el deseo de que vivamos el nuevo Adviento santamente, os bendigo con todo afecto en el Señor,