Mis queridos hermanos y amigos:
Todo comienzo de curso en la escuela, en la familia, en la comunidad parroquial… en una palabra, en la sociedad y en la Iglesia, al lado de las viejas y conocidas exigencias, sobre todo, para los padres, educadores y las personas responsables en todos esos ámbitos de la vida social y eclesial, se presenta siempre con unos interrogantes y retos surgidos de los acontecimientos que la historia real va desgranando en el día a día de nuestra existencia personal y colectiva. Así ocurre también con el curso 2008/2009 que acaba de comenzar. Los efectos de la crisis económica han alcanzado ya a las familias en bienes tan esenciales para ellas como son el puesto de trabajo, la vivienda y el sostenimiento económico digno. Lo notan con especial gravedad las familias numerosas y/o las que tienen a su cargo personas mayores o enfermas por cualquier causa, sobre todo si se trata de familias de emigrantes. Vuelve, además, a inquietar y a preocupar a muchos la pregunta sobre los contenidos, la calidad pedagógica y la orientación religiosa y moral de la enseñanza que reciben sus hijos. La implantación de la nueva asignatura obligatoria de “Educación para la ciudadanía” que menoscaba uno de sus derechos fundamentales –no subordinable en su sustancia normativa a ninguna instancia humana– les dificulta cumplir satisfactoriamente con una de sus obligaciones más sagradas: la educación integral de sus hijos. Si a esto se le añade el reclamo que reciben los jóvenes y los niños masivamente a través de propuestas culturales y ofertas de diversión, gravemente dañinas para un sano desarrollo de su personalidad y para una recta formación de sus conciencias, su tarea de primeros educadores de sus hijos se ve extraordinariamente dificultada. La apertura de nuevos perturbadores debates en torno a aspectos tan centrales para la concepción del ser humano y de la sociedad, como son el derecho a la vida desde su concepción hasta su muerte natural y los fundamentos antropológicos y éticos del matrimonio y de la familia, viene a ser un factor que agrava aún más su situación. Por otro lado, la aparición cada vez más frecuente de casos extremos de carencias de lo más elemental para la vida, es decir, de grave pobreza, completa un cuadro de datos que saltan de la experiencia diaria al campo de nuestras responsabilidades familiares, sociales y ¿cómo no? pastorales. El camino del nuevo curso 2008/2009 se nos presenta a todos empinado y tortuoso; el horizonte, nublado y oscuro. ¿De dónde nos puede venir luz y fuerza para afrontarlo con esperanza, incluso, con la perspectiva ilusionada de llegar a una nueva meta de auténtica renovación humana y espiritual de nuestras jóvenes generaciones? Hay una respuesta, siempre antigua y siempre nueva, que nace de la fe en el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación: es la respuesta de la ley del amor ¡una verdadera ley de leyes!
Las leyes humanas son imprescindibles y, cuando son justas, altamente beneficiosas para las personas y los pueblos; pero insuficientes a la hora de tener que tomar y mantener en el camino verdadero, el que conduce al bien integral del hombre, las grandes y fundamentales decisiones y la consiguiente línea de comportamiento que configura la vida del hombre según la dignidad que le es propia como creatura, imagen de Dios, llamado a ser su hijo. El hombre, en el camino de su historia personal, que incluye y determina la historia común, necesita de la ley de Dios, inscrita en la realidad más íntima de su ser natural, y revelada y potenciada en toda su plenitud por su Palabra: Palabra hecha carne en Jesucristo. Y la ley de Dios es la ley del amor. Incluso, todo lo que pueda haber de bueno en las normas humanas es recogido, purificado y elevado a una plenitud desbordante de bondad en el mandato: ¡Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo! ¡Más aún, ama al prójimo como Cristo nos amó, entregando su vida en la Cruz en oblación y sacrificio por nuestros pecados!
Parece una expresión paradójica, insoluble a la luz de nuestra razón y de las experiencias humanas más corrientes, la de que “el amor” pueda ser mandado; porque, efectivamente, o es libre o no es amor. Se trata, sin embargo, de una aparente contradicción, puesto que el amor verdadero ¡el Dios que es amor! vincula por sí mismo, es decir, por su fuerza, atracción y eficacia salvadora. El hombre puede, sin duda, elegir el quedarse fuera del círculo de los que son amados por Dios y de los que aman según el amor de Dios; pero el precio de esa opción es su perdición.
¡No hay otra luz ni otra fuerza para afrontar el inmediato futuro con el espíritu alerta y sereno y con el corazón iluminado por la esperanza, que fortalece y entusiasma, que la de renovar nuestro sí a la ley del amor de Dios, presentada y explicada con una apasionante novedad por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo! Con Él, abrazados a Él, esa ley, desplegada y concretada en los Mandamientos del Decálogo e iluminada y enriquecida prodigiosamente en el Sermón de las Bienaventuranzas, es para el hombre norma indefectible y gracia victoriosa. Abrazarse a Cristo, ¡a su Cruz victoriosa!, es imperativo especialmente urgente para poder empezar el nuevo curso pastoral con ánimo decidido y valiente, al “estilo paulino”, ajeno a todo desánimo, que no se arredra ante ninguna dificultad.
La lección del Amor se aprende definitivamente en Jesucristo Resucitado: en su amor, perpetuado en la Eucaristía. “Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo –enseña Benedicto XVI en “Dios es Amor”, 12–… ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partido de esta Carta Encíclica… Es allí, en la Cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”. Sí, la vocación del corazón del hombre es el amor y esa vocación sólo encuentra respuesta y posibilidad de realización en el corazón de Cristo Crucificado.
¡Qué bellamente oportuna resulta la Oración Colecta del presente Domingo!: “¡Oh Dios!, que has puesto la plenitud de la ley en el amor a ti y al prójimo; concédenos cumplir tus mandamientos para llegar así a la vida eterna”. Y, podríamos añadir, concédenos afrontar con frutos de paz y de bien, de verdadera evangelización de nuestras familias y de nuestros jóvenes, el curso 2008/2009. A María, la Virgen de La Almudena, encomendamos filialmente nuestra plegaria.
Con todo afecto y mi bendición,