El derecho a la vida. Un derecho sagrado e inviolable en cuestión y en peligro.

Mis queridos hermanos y amigos:

Hace poco más de una semana en un solemne acto en la sede de la Conferencia Episcopal Española se conmemoraba el sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por las Naciones Unidas en París el 10 de diciembre de 1948. Fue aquél un momento de gran esperanza para la paz del mundo que acababa de salir de la guerra más generalizada y devastadora que jamás había conocido la humanidad y en el que predominaba ampliamente la opinión de que el origen de aquel terrible conflicto, sembrador apocalíptico de muerte –¡de “sangre, sudor y lágrimas”!– como ningún otro en la historia del hombre, había que buscarlo en el terreno de las causas y factores morales y espirituales. Entre los cuales se destacaba, sobre todo desde la perspectiva del examen de conciencia de la sociedad y de la comunidad política, el desconocimiento, desprecio y violación de la dignidad de la persona humana: de cada hombre, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o de cualquier otra índole, origen nacional o social, fuerza económica o cualquier otra condición”, siendo los hombres libres e iguales, dotados todos de razón y conciencia (cfr. Art. 1º y 2º 1 de la Declaración).

La doctrina de la Iglesia, actualizada y recordada continuamente por los Papas del siglo XX, antes y después de las dos indecibles tragedias que significaron la 1ª y de la 2ª Guerra Mundial, llamaba la atención sobre la necesidad inexcusable del reconocimiento del verdadero e inmutable fundamento de esa dignidad de todo ser humano, si se aspiraba seriamente a abrir el camino irreversible de una paz universal y duradera. Fundamento que no era ni es otro que el de su condición de haber sido creado a imagen de Dios y llamado a realizarse en el tiempo y en la eternidad como su hijo adoptivo por Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. El Concilio Vaticano II encontraría luego una fórmula teológica de profunda y gran belleza para mostrar esa dignidad inigualable de cada ser humano a la luz del Misterio de Cristo. En su Constitución Pastoral “Gaudium et Spes” enseñaría que “el Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GSp, 22). El futuro de la eficacia práctica de la “Declaración” de las Naciones Unidas “se jugaba” en una buena y decisiva medida en este campo de la conciencia moral y religiosa del hombre contemporáneo. La historia ulterior, la que emergía tanto del comportamiento de pueblos, naciones y Estados, incluido el de la Comunidad Internacional en su conjunto, como de la conciencia ética de las personas y de los grupos sociales y culturales, lo iría poniendo progresivamente de manifiesto. Por ejemplo, en los sesenta años transcurridos desde esa fecha histórica, 10 de diciembre de 1948, hasta hoy, ¿qué se ha hecho del derecho humano a la vida, el primero de todos y previo lógica y existencialmente a los demás derechos fundamentales de la persona humana? Pues que se ha ido imponiendo en la práctica y en la conciencia moral de muchos ciudadanos a través de una especie de extensión muy amplia de la aceptación social del aborto –llamado eufemísticamente interrupción voluntaria del embarazo– y de la cada vez más admitida actitud de “comprensión” –entre comillas– para la eutanasia un nuevo y generalizado atentado contra la vida de los seres humanos más indefensos e inocentes, los no nacidos, los ancianos y los enfermos terminales.

Juan Pablo II, en su luminosa y vibrante Encíclica “El Evangelio de la Vida” de 1995, llegaba ya a la siguiente constatación –¡diagnóstico penetrante del estado de la conciencia moral de la sociedad actual!–: “el resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes y próximas a su ocaso, no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma, casi oscurecida por condicionamientos tan graves, le cuesta cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana” (EV, 4). Naturalmente se buscan y aducen razones pretendidamente éticas y humanamente disculpables para justificar la muerte del niño no nacido. Se hace valer el derecho de la madre frente al niño, negándole a este el derecho a nacer e interpretando el derecho de la madre como una facultad para disponer de la vida de su hijo no nacido como si fuera parte de ella misma u objeto de su propiedad sobre el que pudiera decidir libremente en determinados supuestos y con ciertas condiciones que la ley abortiva regula y fija. Pero, en verdad, el derecho de la madre con respecto al hijo desde su concepción hasta su nacimiento se refiere justamente a lo contrario: a que no sólo no se la impida sino más aún, a que se la facilite el dar a luz a su niño. Facilidades y apoyos personales y familiares; ayudas médicas, psicológicas, económicas, jurídicas y espirituales, etc., es lo que necesitan y a lo que tienen derecho las madres a la hora de engendrar y traer a sus hijos al mundo: ¡la madre es la titular de un derecho sagrado: el derecho de poder dar la vida al hijo concebido en el seno de sus entrañas! Y ese niño, desde el momento de su concepción, tiene derecho a que se le permita, posibilite y facilite el vivir. Desde el punto de vista de la dignidad de la persona humana y de su sagrado derecho a la vida no hay otra alternativa éticamente posible.

El valor de la persona y el valor de la vida se implican y condicionan mutuamente. No es posible éticamente, desde la perspectiva del valor incuestionable de la dignidad trascendente de toda persona humana –o, lo que es lo mismo, de todo ser humano–, distinguir entre vidas que merecen ser vividas y, por lo tanto, protegidas por las normas del derecho y vidas que no son dignas de ser vividas y, por consiguiente, vidas a las que se les puede eliminar sin consecuencias legales de ningún orden y menos las de carácter penal. ¡Sí, no sólo moralmente rechazable, sino también perverso! Cuando en una sociedad empieza a quebrar la conciencia moral en un aspecto tan delicado y esencial para el reconocimiento del valor inviolable de la persona humana, como es su derecho primario y fundamental a la vida, no se puede esperar que la sensibilidad para el bien de los demás, la disponibilidad para el servicio y la solidaridad y, muchos menos, el sentido del amor al hombre y de la esperanza de un futuro más humano y más solidario prendan y se expandan a través de todo el tejido social: de las personas, de las familias y de las instituciones. Juan Pablo II describía la nueva situación de vaciamiento ético del derecho a la vida, patente ya a la altura del año 1998, del modo siguiente: “se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y –podría decirse– aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones” (EV, 4). Esta situación, a la que se refería el Papa se ha venido agravando social y jurídicamente incesantemente hasta hoy mismo en muchos antiguos y nuevos países.

La misión de los Pastores de la Iglesia y de los fieles cristianos comporta en el momento actual, ineludiblemente, la exigencia renovada de ser testigos valientes del Evangelio de la Vida privada y públicamente, proclamando a nuestros hermanos y conciudadanos con nuestras ideas, nuestras palabras y nuestras acciones lo que nos pedía Juan Pablo II y lo reitera sin descanso Benedicto XVI: “en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!”. “El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio” (EV 5 con 2).

A nuestra Madre, la Virgen Santísima, confiamos la vida de todos sus hijos, singularmente la de los más débiles y amenazados: los niños no nacidos, los enfermos, los discapacitados, los ancianos… ¡Qué los cuide Ella con su amor de Madre de Jesucristo, nuestro Salvador, Autor y Restaurador de la vida que no pasa, de la Vida eterna!

Con todo afecto y mi bendición,