Mis queridos hermanos y amigos:
La vida del hombre en su discurrir por el mundo podía ser calificada en cualquier época de la historia como un camino entre la tribulación y la esperanza. Los acontecimientos de estas últimas semanas lo confirman una vez más. La catástrofe sufrida por nuestros hermanos del Japón −espantoso terremoto, seguido del devastador maremoto (“tsunami”) y el accidente de una central atómica−, la situación de conmoción social y política que se extiende por los países del Norte de África y del próximo Oriente, e incluso, la guerra abierta en uno de ellos −Libia−, que se suma al largo y crudelísimo conflicto bélico de Afganistán −por citar los más actuales y llamativos−, nos suman en la inquietud y en la incertidumbre ante el futuro. Sí ¡nos atribulan y entristecen! Para cualquiera que posea un mínimum de sensibilidad cristiana ante el dolor trágico de tantos hermanos, la reacción no puede ser otra que la de la compasión en el sentido más originario del término, es decir, el de padecer y de condolerse con ellos, ofreciéndoles toda nuestra ayuda espiritual y material. Son horas de tribulación que se añaden a las que sufrimos también en nuestras vidas privadas, en nuestras familias y en nuestra propia sociedad. El flagelo del paro alcanza cada vez con mayor gravedad cuantitativa y cualitativa a muchos de nuestros conciudadanos. Golpea con especial dureza a no pocos padres y madres de familia con menores, enfermos o ancianos a su cargo y a los jóvenes que buscan su primer trabajo.
En estas circunstancias, la tentación del no a Dios, la rebelión contra su ley y la desconfianza en su gracia, arrastra y apasiona. Se puede llegar en los momentos de mayor ofuscación a la ofensa pública en forma de profanaciones de lugares sagrados y de contra-procesiones ateas, esgrimiendo nada menos que el derecho a la libertad de expresión. En el trasfondo de estas situaciones históricas suele operar siempre la osada pretensión del hombre de querer ser como Dios o, dicho con otras palabras, el pecado original. El intento se repite hoy de nuevo con una crecida autosuficiencia. ¿Se puede construir así, contra Dios, la esperanza? El Papa Benedicto XVI en su bellísima Encíclica “Spe Salvi” del 30 de noviembre del año 2007 nos recordaba: “… es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida”, y añadía el texto de Jn 17,3: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo: (Sp.S 27). ¿Es posible que los problemas que nos angustian esta historia tan difícil y confusa puedan encontrar vías de solución al margen y hasta en contra de la ley y de la sabiduría de Dios? Es obvio que se precisa arbitrar fórmulas de solución al alcance de las capacidades intelectuales, éticas, sociales y políticas del hombre, sirviéndose de los recursos humanos de los que dispone por naturaleza y accesibles a su razón y a las facultades físicas y espirituales que le son propias. Es cierto. ¡Son posibles y necesarias las pequeñas esperanzas! Pero si se las utiliza, maneja y organiza sin la luz y la referencia al plan de Dios, que nos ha creado y redimido, su éxito será más que problemático y, en último término, efímero. A la larga o la corta, defraudarán. Ignorar la verdad de Dios implica siempre la ignorancia de la verdad última del hombre: pensado, creado y redimido para la eternidad, vivida en Aquel que le ha amado y ama con infinita misericordia. Un amor que se ha manifestado en la historia con una indecible ternura en Jesucristo, el Hijo Unigénito, que se hace hombre, padece, muere crucificado y resucita para hacer efectivo ese amor misericordioso. Es una ternura luminosa ¡esplendorosa! que la Iglesia conmemora y celebra siempre que se acerca la Fiesta de la Pascua y para la que se prepara con la oración, la penitencia, el ayuno y la limosna en el tiempo de Cuaresma. ¡Qué importante es para el presente y el futuro de sus vidas y para la suerte del mundo, que los cristianos y los hombres de buena voluntad no cierren los ojos a la luz del Evangelio de Jesucristo! Hoy, en este cuarto domingo de Cuaresma, en el Evangelio de San Juan que proclamamos, se narra la historia de la curación de un ciego de nacimiento por Jesús, que concluye con un dramático cara a cara con los fariseos. Le oyen como dice al ciego curado: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos” A su pregunta de “¿también nosotros estamos ciegos?”, responde Jesús: “si estuvierais ciegos no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste” (9,40-41).
El camino de la esperanza, en medio de la tribulación que nos aflige, se nos presenta con una renovada novedad −¡valga la redundancia!− como un ir decidido al encuentro con Jesucristo. Él es el único que puede curar todas nuestras cegueras. Reconozcámoslas humildemente. Acudamos a Él, y a su pregunta si creemos en el Hijo del hombre, respondamos como el ciego del Evangelio de San Juan: “Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: −Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. El dijo: −Creo, Señor”. Lo mismo queremos decir nosotros ¡lo mismo queremos que digan los jóvenes del mundo reunidos con el Papa, su Vicario, en Madrid el próximo mes de agosto! Entonces, se hará la luz: ¡brillará la gran esperanza vencedora de toda tribulación!
A María, la Virgen de la Esperanza por antonomasia al darnos a ese Hijo del Hombre que es el Hijo de Dios, suplicamos con nuestra plegaría: ¡intercede por nosotros y esa muchedumbre de jóvenes peregrinos que se disponen a ese encuentro gozoso y jubiloso con su Señor y Salvador, Jesucristo Resucitado, que les ofrece y les dará la victoria!
Con todo afecto y mi bendición,