Mis queridos hermanos y amigos:
El cuarto Domingo de Pascua la Iglesia invita a sus fieles a contemplar a Jesucristo Resucitado, su Señor, como el Buen Pastor que la guía y conduce a las fuentes de la vida y del gozo eterno. Esa presencia del Señor Resucitado en medio de los suyos es la que les sostiene y anima en su testimonio de que el hombre, pecador y destinado a la muerte, que “camina por cañadas oscuras” a lo largo y a lo ancho de la historia, es amado entrañablemente por Dios infinitamente misericordioso. La Iglesia es ciertamente “el débil rebaño” del Hijo que ha de pedir insistentemente poder “participar en la admirable victoria de su Pastor”. La esperanza de los hijos e hijas de la Iglesia ¡nuestra esperanza! se funda inconmovible en que Jesús Resucitado “ya no muere más”, que es “uno” con el Padre y en que somos como “las ovejas” que escuchan su voz; pero, sobre todo, en que El nos conoce, que no quiere que perezcamos, ni que les seamos arrebatadas de sus manos. Esa presencia amorosa del Buen Pastor la conocemos y percibimos por la fe en el interior de nuestras almas como una llamada a seguirle sin miedo a su ley y sin vacilaciones a la hora de la respuesta de nuestro pobre amor. La llamada es suave, pero penetrante. No admite demoras ni pérdidas de tiempo. Lo que está en juego es nuestra propia vida: ¿la queremos ganar o la queremos perder? ¿queremos que se vigorice y madure para la vida y la felicidad eternas o nos da lo mismo que se descuide y desperdicie en este mundo, fracasando en el tiempo y en la eternidad? ¡No escapemos del “débil rebaño” del “Buen Pastor”! ¡No huyamos! ¡No abandonemos la Iglesia! Allí siempre lo encontraremos invisible y visiblemente en aquellos hermanos a los que El ha constituido por un don especial del Espíritu Santo y la imposición de las manos como pastores de su rebaño, a quienes les ha confiado la misión de hacerlo presente como “cabeza y “pastor” de su Iglesia en la predicación de su Palabra, en la celebración de sus Sacramentos y en la guía y gobierno de su pueblo, para que viva en la caridad y sea su testigo e instrumento de su difusión en el mundo. El “Buen Pastor” guía a su Iglesia, la cuida y apacienta en su caminar por la historia y la vida de la familia humana sirviéndose de los que El eligió y elige como sus Pastores. La Iglesia los necesita hoy tanto o más que en la primera hora de su historia. Necesita a Pedro y a los otros once Apóstoles y a sus Sucesores, Obispos y Presbíteros. Sin ellos, no será posible ni el anuncio fiel del Evangelio, ni la actualización sacramental de los Misterios de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, ni la santificación de las almas, ni, en último término, el que sus hijos −¡el nuevo Pueblo de Dios!− estén en condiciones de santificar el mundo. El “Divino Pastor” se hace presente y actúa en su Iglesia a través de los Pastores que El llama, consagra y envía para apacentarla y alimentarla en su Amor, que nos salva y que se ofrece a todos: los que no han oído todavía su voz o no quieren oírla.
Hace cincuenta años el Papa Pablo VI instituyó la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones en “el ecuador” del Concilio Vaticano II. Habían tenido ya lugar los dos primeros períodos de las sesiones conciliares. Hubo que esperar todavía a otros dos más −otoño de 1964 y 1965− para poder concluir felizmente el gran acontecimiento eclesial, nacido de la convocatoria del Beato Juan XXIII. Eran tiempos en los que la Iglesia se sentía dirigida e impulsada desde dentro de sí misma −desde lo que en la espiritualidad de muchos de sus santos y maestros de la doctrina de la fe se llamaba “su alma”− por el Buen Pastor a ofrecerse a unas sociedades y a una humanidad hambrienta de la verdad y del amor de Dios y con la esperanza rota, como “la casa” y “familia” de Dios; que la había dispuesto y preparado por Jesucristo para que el hombre pudiese encontrar el lugar y la comunidad donde es buscado, recibido y amado como hijo y hermano: donde pudiese encontrarse con el Buen Pastor que le llama, conduce y guía a la posesión y goce de la verdadera vida por los senderos tan difíciles de este mundo. Para ello, la Iglesia había de renovarse interiormente y entregarse pastoralmente. Debería crecer y, en su caso, recuperar su ardor apostólico. ¡Había de evangelizar! Precisaba de fervorosos y renovados “pastores”; precisaba de hijos e hijas que respondieran a la llamada del Señor Resucitado, presente en medio de “los suyos”, con el sí de un seguimiento incondicional y total en obediencia, virginidad y pobreza que ayudase eficazmente a hacerlo más llamativa y existencialmente visible.
La urgencia espiritual y pastoral para que la Iglesia en esta nueva encrucijada histórica, cincuenta años después del Concilio Vaticano II, se muestre y se abra al hombre actual como el lugar del encuentro con el Señor Resucitado, el Buen Pastor, no es menor que en los años de su celebración. La increencia y la desesperanza han alcanzado los más remotos lugares del planeta en forma de visión “secularizada” de la vida tratando incluso de infiltrarse en los miembros de la Iglesia misma −“las ovejas” del “Buen Pastor”−. La tentación de la secularización es poderosa. Si en 1964 se podía percibir en algunos países del occidente europeo algunas leves señales de una incipiente crisis vocacional; a las alturas del 2013, la crisis de vocaciones para el sacerdocio y la vida consagrada se ha ahondado en la conciencia cristiana y se ha extendido por toda la Iglesia. Su dimensión cuantitativa y cualitativa es de unas proporciones inusitadas y sin muchos precedentes en su historia y todavía no suficientemente compensada por los nuevos carismas y realidades eclesiales que el Señor, “el Buen Pastor”, ha ido sembrando en su Iglesia en el último medio siglo de intensa y compleja aplicación de las enseñanzas y orientaciones pastorales del Concilio Vaticano II.
Como en 1964, la primera fórmula eclesial para superarla hoy no es otra que la de la oración humilde y comunitaria de toda la Iglesia: la plegaria “al Señor de la mies para que envíe operarios a su mies”. La oración ferviente delante del Santísimo Sacramento en la Capilla de nuestro Seminario Conciliar, que se ha iniciado el viernes pasado y que seguirá sin interrupción hasta el mediodía de este Domingo y que culminará con la celebración Eucarística en nuestra Santa Iglesia Catedral, continuando y manteniendo la iniciativa de nuestra Delegación de Pastoral Vocacional, iniciada ya hace algunos años, es un ejemplo excelente y una llamada ardiente para perseverar en la oración por las vocaciones con humildad y fervor del corazón.
A Nuestra Señora, la Madre del Resucitado y Madre de la Iglesia, Virgen de la Almudena, nos confiamos, y le suplicamos que no nos deje desfallecer en la súplica por las vocaciones y que nos sostenga y entusiasme con el apostolado vocacional como uno de los retos más importantes y urgentes de la Nueva Evangelización: ¡de “la Misión-Madrid”!
Con todo afecto y con mi bendición,