St. Pierre du Gros Caillon – 20 agosto 1997 (10 h.) Buscando el rostro del Señor (Mc 10,17-21)
1.El rostro del Señor
1.Nada hay más identificador del hombre que su rostro, ni ningún aspecto de la personalidad humana puede considerarse más decisivo para el encuentro entre las personas que su rostro. El hombre se descubre, es más se revela como un ser abierto a la verdad y al amor personal en medio del mundo a través de su rostro. El rostro es el espejo del alma. Hechos de carne y de espíritu, de interioridad y de exterioridad, dotados de una capacidad de conocimiento y de deseo íntimo de felicidad, que se alza hasta lo infinito, y situados en un marco histórico concreto de lugar y de tiempo, los hombres necesitamos encontrarnos en la mirada y conteni ón de nuestros rostros. Anhelamos un mundo donde se puedan buscar y encontrar los rostros amados, donde se haga posible verificar la mútua donación interpersonal, donde se labre y crezca la comunidad humana en el amor. El Santo Padre, en el Mensaje dirigido a vosotros, jóvenes, con motivo de esta jornada Mundial de la juventud, os recordaba un bellísimo texto recogido de su Exhortación apostólica Christifideles laici (1987), dedicada a la misión del seglar en la Iglesia y en el mundo. Decía el Papa: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el sencillo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto al hombre» (CL, 34). Y ¿cómo podremos cerciorarnos de esta verdad con la real experiencia de nuestra vida apartados del rostro de Dios, sin antes haberle buscado, reconocido, mirado, admirado y amado? Pero, ¿es posible que se pueda dar entre nosotros -en la humanidad- miradas de amor, miradas de rostros que se aman y nos aman, sin haberse mirado todos antes en la mirada de Dios, en el rostro del Señor?
2.La contestación a esta pregunta es clara y rotunda: No. Y, por ello, la respuesta a lo que esta pregunta implícitamente contiene en relación con la cuestión de la salvación del hombre -¿puede el hombre salvarse sin haber buscado y encontrado en su vida el rostro de Dios?- debe ser igualmente: No.
Lo sabemos por experiencia propia, la más auténtica de nuestra experiencia; lo sabemos por una experiencia histórica ininterrumpida desde todos los siglos; lo sabemos por la experiencia de nuestro tiempo, la que vosotros vivís y conocéis de un modo singular como sus protagonistas más jóvenes y más directamente implicados en ella para el bien y para el mal. Vuestros sufrimientos y problemas, vuestros dolores y esperanzas, vuestros proyectos frustrados de caminos sin salida, vuestra experiencia de sentirnos abandonados en medio del camino, de estar atascados sin ningún horizonte donde mirar… ¿no tienen mucho que ver con la pérdida del propio rostro, con el no encontrar rostros verdaderos en la vida, con haber renunciado, sobre todo y por encima de todo, a buscar y encontrar el rostro del Señor?
La civilización actual, que nos envuelve, su cultura, están dominadas ampliamente por el imperio de las realidades materiales, objetivas, por sus exigencias organizativas y de métodos, y, en el mejor de los casos, por las ideas. Algunos pensadores, entre los más ilustres de nuestra época, vienen denunciando desde hace muchas décadas, la impersonalidad -el anonimato- que caracteriza a la sociedad contemporánea y especialmente a la gran ciudad, como su exponente más significativo. Han caído muchos muros y alambradas desde el final de la II Guerra mundial, el último el muro de Berlín. Pero no han caído «los muros internos»: los que se erigen dentro de la misma ciudad, del mismo barrio, de la misma patria, de la misma Europa! A veces uno tiene la sensación de vivir en una sociedad «amurallada» por doquier, sin ventanales, sin horizontes de luz, in perspectivas de esperanza. Se esconden los rostros, no se divisan «figuras», personalidades transparentes, luminosas, abiertas al bello y definitivo horizonte de la felicidad, al horizonte evangélico de las bienaventuranzas. Falta quien nos muestre el rostro del Señor. Qué bien lo diagnosticó R. Guardini. Su libro El Señor es toda un oferta, nacida de la mejor experiencia espiritual e intelectual de la Iglesia de nuestro tiempo, para ayudarnos a buscar y a encontrar la figura y el rostro de Jesús, el Señor, el Salvador.
Qué bien lo ha visto Juan Pablo II cuando nos invita, en esta Jornada Mundial de la juventud, a encontrar al Señor «en el camino de la vida cotidiana», a seguirle como Juan y Andrés, y a preguntarle: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38).
3.Porque el Señor tiene rostro. Es más, el Señor, al encarnarse en el seno de la Virgen María y asumir íntegramente lo humano, menos el pecado, ha tomado verdaderamente un rostro humano. Cristo es el hombre concreto, que nace, vive y muere en un momento y un lugar determinado de la historia humana, para que los hombres puedan ver, adorar y amar el rostro misericordioso de Dios, del Dios que los quiere salvar. La familiaridad, la directa relación con la que podemos hablar con jesús trasciende con mucho, cualitativamente, el modo con el que Moisés trataba con Dios en la tienda del encuentro (cf. Ex 33,11). La amistad a la que el Señor nos llama por Jesús se dirige a todos y a cada uno de nosotros, y quiere ser tan honda que implica la invitación a quedarse en su propia casa (cf. Jn 1,39).
Ha habido siempre quien ha negado que Jesús fuese el Señor y, al mismo tiempo, tuviese un rostro humano: el verdadero rostro de Dios. También hoy, dentro y fuera de la Iglesia, se le quiere encerrar dentro de una mera historia humana, de silueta borrosa, y con una innegable significación en la tradición religiosa de la humanidad. Pero nada más. Su resurrección, su obra salvadera, son reducidas a la categoría de mito. Parece como si se quisiera impedir que el Señor, vivo en medio de nosotros (cf. Hch 25,19), pueda ser visto, seguido, encontrado por los hombres de nuestro tiempo, por vosotros, los jóvenes de esta hora de la Iglesia, que vivís en medio de una humanidad que lo necesita, que desea verlo, que anhela contemplar su rostro e identificarse con Él. Porque necesita la salvación verdadera, necesita a Dios.
2. Buscar el rostro del Señor
1.Buscar el rostro del Señor supone pues para nosotros mucho más que un deber más o menos exigente, significa un apremio decisivo: el apremio de la vida, por excelencia. Aquello en lo que nos jugamos nuestra existencia, su sentido, su salvación y la del mundo.
Para acertar en la búsqueda del Señor hay que dirigirse, en primer lugar, a donde Él está o, lo que es lo mismo, a donde Él nos sale al encuentro. Andrés y Juan se tropezaron con Jesús cuando acompañaban a Juan el Bautista, el gran profeta de la conversión y de la penitencia, el precursor del Reino de Dios. Y, en segundo lugar, hay que atreverse a mirarlo con ojos claros y limpios, previamente purificados, capaces de acoger la mirada indescriptible del Señor y de responder con la misma generosidad de los apóstoles o de los todos los santos que nos han precedido en el camino de la fe.
2.Como sucedió con Juan y Andrés, o con cualquiera de los apóstoles, también nosotros aquí y ahora podemos encontrarnos con Jesús. Podemos entrar en «su casa», «ver»;. «escuchar»… Ver y escuchar, antes que a nada ni a nadie, a Él mismo. «Su casa» para nosotros es la Iglesia: el ámbito de su Palabra y de sus sacramentos, de la Eucaristía., de la comunidad de los hermanos que se aman en Cristo, y enviados por Él, testifican al mundo que ha sido salvado, que Dios ama a cada hombre en el Espíritu Santo; el lugar en el que los sucesores de los apóstoles, junto a su cabeza, lo representan visiblemente y lo indican como el centro del «hogar», para que todos podamos verlo y gozar de su rostro. Es Jesucristo, que murió en una cruz y resucitó de entre los muertos, que nació del seno de la Virgen María, que vivió en Nazaret, que anunció al venida del Reino de Dios con obras y palabras, el mismo que sale al encuentro de cada uno de nosotros en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica. «Esta Iglesia -nos recuerda el Concilio-, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica» (LG, 8). El que se niega a cruzar el umbral de la Iglesia, no podrá saber donde vive Jesús, cómo es su rostro, perderá la luz de su rostro, la luz de Dios, la que podría iluminar los caminos de su vida y su propio ser en su condición más fundamental: la de peregrino.
3.Para buscar a jesús en la Iglesia se requiere una imprescindible disposición interior: el deseo de vida eterna. Como le sucedía al joven del Evangelio: Cuando salía jesús al camino -nos recuerda el relato de Marcos-, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para poseer la vida eterna?» (Mc 10,17). Creo que
muchos de los jóvenes de hoy no se encuentran con jesús, no ven su rostro salvador, porque ahogan en su corazón el ansia de vida eterna. Perdidos en la marea desbordante de las ofertas tentadoras de este mundo -placer, éxito, ambición, triunfo, poder, dinero…-, no aciertan a salir a la superficie limpia de la luz y de los bienes que no pasan, los que vienen guardados y garantizados por la ley de Dios. Sus ojos están ennegrecidos por la oscuridad del pecado. ¿Cuántos jóvenes de hoy, por ejemplo en Europa, en esta ciudad de París, en España pueden responderle al Señor que han observado y observan los mandamientos desde su niñez -el no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, el ser justo, el honrar al padre y a la madre- ? Os invito a responder en vuestro interior con humilde sinceridad.
Pero el que se queda en un mero cumplimiento, el que esconde parte de su corazón a la mirada de Cristo, como le ocurrió al fin de cuentas al joven del Evangelio, elimina también la posibilidad de un verdadero encuentro con Él, de llegar a contemplar su rostro. Ya no le seguirá por todas las sendas de la vida. Probablemente, errará al elegir el camino que lleva a la vida. Perderá la alegría. Dice san Marcos, que el joven «abatido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,22). Esta tristeza también debió inundar el alma del Señor, cuando vio que se le cerraban las puertas, cuando vio que se frustraba en aquel joven la experiencia del amor más auténtico.
No debe ocurrirnos nunca, lo que Lope de Vega, nuestro ilustre poeta, lamenta con singular belleza espiritual y literaria:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, jesús mío, que a mi puerta, cubierto de rocío, pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas cluras, pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, si de mi ingratitud el hielo frío secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía: «Alma, asómate ahora a la ventana, verás con cuánto amor llamar porfía»!
Y cuántas, hermosura soberana: «Mañana le abriremos», respondía, para lo mismo responder mañana!
También hoy, en esta XII jornada Mundial de la juventud, vemos a Jesús a la puerta de nuestras vidas, llamando, pidiendo entrar. ¿Quién se atreve a decir, si es sincero en su corazón, si deja que su alma se asome a la verdad de lo que está sucediendo en la Iglesia y en el mundo, que no ve a jesús en el dintel de su corazón porfiando con un amor infinito por entrar?
Jesús os ha mirado y os mira estos días a todos y a cada uno de vosotros. Quiero hacerlo hasta el fondo del alma, – con una invitación muy
concreta: ¡Déjalo todo y sígueme! ¡Apuesta por mí!
3.La XII jornada Mundial de la juventud: con Juan Pablo II, a la búsqueda del rostro del Señor.
1.Ésta Jornada Mundial de la Juventud nos ofrece una excepcional ocasión para un búsqueda auténtica y fructífera del rostro del Señor. Porque es el Papa, el sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo el que nos convoca a este encuentro de la Iglesia con sus jóvenes, venidos de todas las regiones de la tierra. No puede ofrecerse una mejor garantía del paso del Señor, ni mejor ocasión para que nos fijemos en su rostro («He aquí el cordero de Dios»), para preguntarle dónde vive… (cf. Jn 1,35-39). Podremos así conocer «su casa», la casa de los discípulos del Señor, y quedarnos este día y siempre. Pero, sobre todo, podremos ofrecer a la juventud del mundo -a la que lo conoce y a la que no lo conoce- un testimonio lleno de amor y decirle: «Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo». Y así, «llevarla donde Jesús» (Jn 1,40-42).
2.¿Quién está en condiciones de mantenernos unidos en esta «comunión» del testimonio del amor de Cristo, presidido por el Papa, con el ansia y la fuerza apostólica de llevar a los jóvenes de toda la Iglesia y del mundo a Cristo, el Salvador del hombre, sin desfallecer en el camino? Solamente María, la Madre de Jesús, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, pidiendo la efusión del Espíritu Santo sobre nosotros. Ella es la mediadora privilegiada para el encuentro con jesús. Son su regazo, sus manos y abrazo materno, sus palabras de madre silenciosas y tiernas, las que siempre nos indicarán hacia donde tenemos que mirar: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
¿Y quién puede ser mejor ejemplo y-modelo de alma joven y de mirada empapada del rostro del Señor, que Teresa de Lisieux, la joven carmelita francesa que recibió «la misión de ser el amor en el corazón de la Iglesia», la que supo dejarse amar con la sencillez y confianza de «un niño que está en brazos de su Padre» (Sal 130,2)?
De la mano maternal de María, y poniendo ante nuestros ojos el modelo de Santa Teresa del Niño Jesús, buscaremos y encontraremos para nosotros y para los jóvenes de todo el mundo EL ROSTRO DEL SEÑOR.
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