El Señor ha resucitado. Nosotros resucitaremos con Él

Esa es nuestra inquebrantable y gozosa esperanza

Mis queridos hermanos y amigos:

¡Esperanza! Esperanza es palabra que suscita en el corazón del hombre buenos ecos: ¡nos suena bien! Con la esperanza el futuro de nuestra vida, siempre impredecible y nunca del todo en nuestras manos, aparece en la perspectiva luminosa del logro posible de la felicidad. La experiencia diaria nos confirma el dicho antiguo de que el hombre vive de esperanza. La esperanza humana se proyecta sobre multitud de objetivos y en múltiples direcciones, no siempre coincidentes; se espera recobrar la salud, encontrar un puesto de trabajo, reconstruir la unidad de la familia y del matrimonio, quebrada con o sin nuestra culpa, se espera que la unidad y concordia de un pueblo se mantenga viva…; pero también se espera a veces el éxito personal y social a toda costa, aunque haya que dejar por el camino el respeto a lo más digno y sagrado para la existencia humana; aún a  costa de la ley de Dios. Se dan pues verdaderas y falsas esperanzas, esperanzas engañosas y quiméricas y esperanzas realizables, sólidas y firmes, del bien y de los bienes que constituyen la felicidad del hombre. La medida y el criterio que nos permite pues distinguir entre la verdadera esperanza que no defrauda y la esperanza, puro espejismo de una engañosa promesa, es ésta: si nos lleva o no a alcanzar la vida plena y perdurable en una felicidad sin sombra ni ocaso o si, por el contrario, nos corta o desvía el camino que lleva a ella. Toda existencia del hombre sobre la tierra, ¡su historia!, ha estado dominada por una gran pregunta, ante la constatación ineludible del dolor, del mal, físico y moral, de la muerte… verificada por todos en la propia existencia, ¿Se puede ser feliz? y ¿cómo? ¿Cómo se sale de la desesperación y de la rebelión contra la vida y se encuentra la senda pacificadora, serena y gozosa de la esperanza?

En el Antiguo Testamento se encuentra la bellísima y, a pesar de las apariencias en contrario, irrefutable afirmación de que “el justo vive de esperanza”. Es decir, el que apoya su vida en la fe y en el cumplimiento de la voluntad de Dios no tiene que temer por su futuro: ¡se salvará! El hombre es feliz en Dios y nunca lo será en contra de Dios. Máxime, cuando Dios ha venido al encuentro del hombre de esa forma tan inconcebiblemente cercana y próxima como es la de la Encarnación de su Hijo Unigénito, que habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo, entregándose a los que le crucificaron y mataron para ofrecer a Dios Padre en el Espíritu Santo un sacrificio de amor infinito, capaz de vencer definitivamente al odio y al pecado que genera, en todas sus expresiones, y a “su príncipe”, el diablo, y, por supuesto, a lo que es su consecuencia fatal: la muerte. Y así ocurrió: al tercer día después de ser depositado en el sepulcro, Jesús, el Ungido por excelencia, ¡Jesucristo!, salía triunfante del zarpazo de los poderes de las tinieblas: ¡resucitaba! Sí, ¡Jesucristo resucitó de entre los muertos! Y nosotros resucitaremos con Él. San Pablo se lo aclarará a los romanos de la primera comunidad cristiana con ese estilo tan suyo de testigo y maestro de una sabiduría sublime, experimentada en la propia carne: “Hermanos: los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”. La vida en felicidad plena ¡en Dios! se encuentra ya realmente a nuestro alcance: como meta y objetivo último de nuestra peregrinación en este mundo y como contenido, fuerza y don para el camino que a través de nuestra historia nos conducirá a Él. Esta es verdaderamente la Buena Noticia del Domingo de Resurrección hoy y siempre: ¡el camino del Amor y de la Vida ha quedado patente y abierto para siempre y para todo hombre que viene a este mundo! O, dicho con otras palabras: ¡Jesucristo ha triunfado! ¡Han triunfado la gracia y la ley del Amor trinitario de Dios! ¡Alumbra ya la esperanza, inextinguiblemente, para toda la familia humana! Es posible la esperanza, más aún, es inevitable e inesquivable, pase lo que pase en el presente y en el futuro de nuestras vidas y en el curso de los acontecimientos históricos que nos esperan. Sólo queda un riesgo, sólo un peligro nos acecha: el de la huída o rechazo de la esperanza, que sería tanto más culpable y más fatal cuanto que la hemos conocido por el anuncio del Evangelio que resuena en el alma de nuestro pueblo desde hace dos mil años.

Sí, hemos conocido el Amor y hemos creído en él. No hay otro fundamento para la verdadera esperanza que la fe que hemos recibido en el seno de la Iglesia, en la que hemos sido bautizados; la que debemos transmitir sin descanso dentro de nuestras familias, en los distintos ambientes en los que nos movemos, dando testimonio del Evangelio con un impulso nuevo, como nos exhorta y aclara el III Sínodo Diocesano de Madrid y empeñándonos con verdadero entusiasmo apostólico en “la Misión Joven” que hemos convocado para la juventud de Madrid: con el entusiasmo nacido de un renovado amor a Jesucristo y a su Evangelio de la Esperanza.

¡El Señor ha resucitado verdaderamente! ¡Aleluya! Porque “si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”.

A la Virgen, Nuestra Señora de La Almudena, nos unimos en el gozo perpetuo por la Resurrección de su divino Hijo suplicándola que nos ayude a vivir de él siempre. A Ella nos confiamos en ese abrir nuestros caminos y los de los jóvenes de Madrid a la vida nueva de su Hijo Resucitado, que es nuestra esperanza.

Con los mejores deseos de una feliz Pascua de Resurrección y mi bendición,

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