La Oración por las Vocaciones al servicio de la
Victoria Pascual de Cristo
Mis queridos hermanos y amigos:
La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo ha significado, significa y significará para siempre una VICTORIA, la victoria por excelencia del designio misericordioso de Dios sobre el hombre: ¡la muerte ha sido vencida y “su aguijón”, el pecado! O, dicho con otras palabras, ¡positivamente!: ¡la Vida ha triunfado! Una vida, por supuesto, nueva. No podía ser de otro modo. La fragilidad interior y exterior del hombre, de su alma y de su cuerpo, víctima de su pecado, ¡fragilidad mortal! no se curaba y menos se superaba a sí misma.
¿De dónde me vendrá el auxilio? exclamaba el salmista ante la constatación de las desgracias e infidelidades de su Pueblo, el Pueblo elegido, el Pueblo de la Alianza, condenado, al parecer sin remedio, a la reiteración trágica de los mismos pecados, a los sufrimientos consiguientes y a declararse impotente ante el enigma de la muerte personal y colectiva, que le amenazaba: ¿tendría algo que ver la muerte física con la muerte espiritual? Los hijos más preclaros de Israel, los profetas, lo intuían y lo confesaban a costa no raras veces de su libertad y de su vida. Sólo el amor más grande de Yahvé podía sacarles de ese foso de negrura infinita: su amor infinitamente misericordioso ¡el único amor capaz de reconstituir al hombre –a cada uno de los hombres y a toda la humanidad– en su condición de “imagen y semejanza de Dios”, dándoles un nuevo espíritu o, lo que es lo mismo, una nueva vida! ¿Y cómo? Por la venida del Mesías, de un Ungido del Espíritu por excelencia, del Ungido prometido por Yahvé y esperado con impaciencia creciente por todos: impaciencia engreída en una gran mayoría, y humilde y confiada en un pequeño resto, “los pobres de Yahvé”, que lo anhelaban, suplicando su venida y reconociendo la necesidad de la conversión. Entre ellos se contaban de forma singular Juan el Bautista y sus discípulos. Pero, sobre todo, quien lo esperaba con el alma más limpia y el corazón más rendidamente abierto a la voluntad de Yahvé era María, la Doncella de Nazareth, la que había sido elegida para ser su Madre. A través de ella, la oración del justo obtuvo su respuesta: el auxilio vino efectivamente de Yahvé y de una forma que superaba, más allá de toda expectativa y comprensión humanas, las ansias de perdón y de vida que se vivían en Israel y que se podían encontrar, más o menos latentes, en las entrañas mismas de todo hijo del hombre, venido a este mundo. ¡El Hijo de Dios se hizo hombre y entregó su vida al Padre, poniéndose en el lugar del hombre pecador, para que se derramase sin límites su Amor misericordioso por el envío de su Espíritu, de su mismo Espíritu, sobre todo el género humano y toda la creación! El Padre glorifica al Hijo, al Hijo Crucificado, amándole y amándonos en El a todos nosotros como hijos queridos por el Don inefable de su Espíritu que es la Persona-Amor dentro del Misterio Trinitario de la vida divina. Esa Gloria del Amor y de la Vida resplandece y triunfa el día de la Resurrección del Señor; triunfa en Él, el Resucitado. ¡Triunfa para nosotros, “las ovejas de su rebaño”! ¿Cómo no reconocerle con toda el alma y con todo el querer de nuestro corazón como nuestro Pastor, el Buen Pastor, que ha dado la vida por nosotros y quiere dárnosla para toda la eternidad?
La Vida, la Vida Nueva, está, pues, a nuestro alcance, a pesar de todas las apariencias en contrario. Es cierto que en nuestra sociedad se ha ido imponiendo, con la vieja y extraña fuerza sugestiva que encierra la rebelión contra Dios y su Cristo, “una cultura de la muerte” a la que no le importa la muerte espiritual –la muerte del alma– y a la que ha acabado por no importarle la muerte del cuerpo, sobre todo, la muerte de los más indefensos entre los miembros de la familia humana: los no nacidos, los impedidos, los enfermos terminales y los ancianos. Y, sin embargo, es todavía más cierto que la presencia de Jesucristo Resucitado es y sigue visible y operante en su Iglesia por la Palabra, los Sacramentos, en especial, por el Sacramento de la Eucaristía y por el testimonio de la caridad fraterna que une en comunión de amor a sus hijos y que se expresa y contagia hacia fuera de ella misma con un dinamismo irresistible. La Iglesia, cuidada y servida por sus ministros, el Sucesor de Pedro y los Sucesores de los Apóstoles, unidos a Él jerárquicamente como a su cabeza, con quienes cooperen los sacerdotes, se siente así atendida y guiada por su mismo Señor, el Buen Pastor. El testimonio de su Vida brilla visiblemente en los que han consagrado a Cristo sus vidas en pobreza, castidad y obediencia; brilla también en el matrimonio y en la familia cristiana y refulge, espléndidamente, en los santos y mártires de nuestro tiempo. ¡Tan numerosos! ¿Cómo no recordar a los cinco canonizados por Juan Pablo, apenas hace tres años, en la Plaza de Colón de Madrid: Santa Maravillas de Jesús, Santa Ana de la Cruz, Santa Genoveva Torres, San José María Rubio y San Pedro Poveda?
Sí, ¡la Vida, la Vida Nueva, la Vida de la gracia y de la santidad ha triunfado! ¡La Muerte –del alma y del cuerpo– ha sido vencida definitivamente! Oremos, unidos a María, la Virgen de La Almudena, para que no nos falten nunca en número abundante aquellos que estén dispuestos a seguir la llamada del Buen Pastor para el servicio ministerial de “su Rebaño” y para su ejemplo y edificación en el seguimiento fiel de sus “mandatos” y “consejos”.
Oremos en el día de la Oración por las Vocaciones y siempre, como nos lo recomienda con insistencia el III Sínodo Diocesano de Madrid.
Con todo afecto y mi bendición,