Mis queridos hermanos y amigos:
Con este título comienzan en Madrid en la tarde del próximo jueves, día 18 de septiembre, las II Jornadas Sociales Europeas, organizadas por el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (“CECE”) y por la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (“COMECE”). El pasado de Europa, su pasado humano, social, político, cultural y espiritual, es inexplicable sin sus raíces cristianas. Más aún, la idea y la realidad misma de la Europa actual nace en un ambiente profundamente embebido de fe cristiana: el del “mundo carolingio” de finales del primer milenio de historia de la Iglesia que se reforma internamente y que anima poderosamente a un renacimiento cristiano del ideal y de las estructuras del fenecido Imperio Romano de Occidente. Esa “alma” cristiana del renacer europeo se mantendrá viva con mayor o menor vigor y fecundidad histórica hasta nuestros días. Ni las grandes crisis producidas por las rupturas de la unidad de la Iglesia en los siglos once y dieciséis (la separación del Patriarcado de Constantinopla y la reforma protestante), ni el predominio cultural y político del laicismo en los últimos tres siglos de historia europea, dominados en una buena parte por “la Ilustración” racionalista, consiguieron difuminar del todo en los estilos de vida y en los comportamientos de los europeos la influencia de la visión cristiana del hombre y del mundo. Incluso, en el momento más crítico de la historia contemporánea de Europa, en el borde mismo de la posibilidad de su subsistencia histórica al finalizar la II Guerra Mundial, se recurre a ese patrimonio espiritual del pensamiento cristiano para escapar del abismo del ser o no ser e iniciar una reconstrucción material, económica y social sin precedentes a partir de una concepción cristiana del hombre, de la sociedad y de la comunidad política, de la que se había vuelto a tomar conciencia en los pueblos europeos salidos de la catástrofe, sobre todo, en Occidente. Así, en la década de los años cincuenta del pasado siglo se pusieron los fundamentos de la unidad económica, social y política de los Estados europeos bajo una influencia clarísima de la doctrina social de la Iglesia. Su ulterior evolución y crecimiento, que recobra un fuerte impulso con la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, se va librando, por una parte, de las ideas totalitaristas, profundamente materialistas y ateas de la Europa soviética, pero cayendo, por otra, en una concepción de la libertad individual y social marcada por una visión del hombre (por una antropología) igualmente materialista y, al final, radicalmente relativista. Sigue leyendo