Madrid, 10 de Julio de 2010
EL PRIMER MANDAMIENTO DE LA LEY DE DIOS
Su olvido y su urgencia
Mis queridos hermanos y amigos:
“Maestro ¿cuál es el primer mandamiento de la Ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón con toda tu alma y con toda tu mente”.
Esta pregunta dirigida a Jesús en distintos contextos y momentos de su predicación, casi siempre con insidiosa intención, le sirve para dejar claro para todos los tiempos cual es el principio sustentador de todo comportamiento y acción del hombre si quiere llegar a su verdadera realización, es decir, a su felicidad. El hombre creado para amar, ve quebrada y herida esta disposición y vocación innata, que caracteriza lo más íntimo e, incluso, la totalidad de su ser, cuando se rebela contra Aquel que es “el Amor”, Dios, que le creó por puro amor y para que pudiese amar. Dios le ama y él, el hombre, no le corresponde. Superpone el amor a si mismo al amor de Dios, no queriendo advertir que con esta actitud cerraba su alma a la fuente del amor. Era un primer pecado -¡pecado original!-, del que nacería y se originaría un mundo en el que la negación y el rechazo del amor dominan vidas personales, relaciones sociales, culturas y pueblos con una dramática fuerza: un mundo dividido, irreconciliado, ¡roto! Dios responde al desamor del hombre con más amor, con un amor insondable, ¡con un amor de infinita misericordia! Responde con una historia de salvación que culmina en la Encarnación de su Hijo Unigénito en el seno de la Virgen María, en su Pasión y Muerte en la Cruz y en su Resurrección: responde con Jesús. La respuesta de Dios es Jesús: Jesucristo y su Evangelio de la gracia y de la ley nueva. Lo que era necesario para que el hombre se salvase -amar a Dios, el Señor, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas que le son propias-, es posible, es factible, es realidad anticipada que se puede pregustar y preformar en la vida de este mundo. Es, pues, ya posible y exigible que la norma primera que debe regir toda relación de los hombres entre sí, sea la nacida, la inspirada y la iluminada por el Amor de Dios; más concretamente, por el amor a Jesucristo, nuestro Salvador y Señor. ¡Amar a Jesucristo es la definitiva fórmula de amor a Dios y del amor al hombre! Es la fórmula de vida confiada a su Iglesia para que la ponga en práctica en el interior de si misma y la ofrezca y difunda en la familia humana como la única válida para afirmar y sostener la esperanza en medio de las vicisitudes tantas veces dolorosas de la historia. La vida de la humanidad actual y su futuro siguen sujetos a la pugna y resistencia última del pecado contra la gracia, de la soberbia del hombre contra la misericordia de Dios, manifestada en Cristo Crucificado, de las potencias del mal contra el reino del bien. Sigue leyendo