St. Honoré – 22 agosto 1997 (10 h.) Jesús vive en la Eucaristía
A Jesús se le encuentra en plenitud en la Eucaristía. Su rostro se nos desvela en la totalidad de su expresión a través del Misterio eucarístico. Sólo aquel que está dispuesto, en el camino de la búsqueda de Jesús, a llegar hasta el momento culminante de la participación y experiencia plena del sacramento eucarístico, entrará de verdad en su casa, vivirá con Él, logrará Aquel modo supremo de encuentro que incorpora íntimamente a Cristo, a su Cuerpo que es la Iglesia, a su misión salvadora. Porque la Eucaristía es el sacramento de la Pascua de Jesús, el sacramento de la Comunión en su Cuerpo y en su Sangre, el sacramento por excelencia de su Presencia en medio de la Iglesia y para el mundo. Para seguir el camino eucarístico de Jesús hasta el final debemos cuidar la disposición interior con la que nos acercamos al mismo, pues de lo contrario, puede ocurrirnos lo peor: la pérdida de Jesús y su Evangelio y, a la postre, el abandono por nuestra parte de la búsqueda del rostro del Dios que nos salva.
1. La eucaristía – Sacramento de la Pascua del Señor
1. La Eucaristía es el sacramento al que se ordenan todos los demás sacramentos de la Iglesia. El C. Vaticano II lo enseña con nitidez en el contexto de la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia y, de forma especialmente significativa, en la Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. De esta forma, la doctrina eucarística, enraizada en la mejor tradición teológica y litúrgica, a la que santo Tomás había dado forma sistemática con la luminosidad intelectual que le caracteriza, se veía confirmada y actualizada para la experiencia de fe de los hombres de nuestro tiempo. En esta doctrina quedaba firmemente asentada la verdad fundamental de la estructura sacramental de la Iglesia, de que los sacramentos proceden de Cristo, que los instituye y dona a la Iglesia, para que los reciba, guarde y viva con fidelidad como los signos eficaces de su gracia y de su amor redentor: de la gracia y de la salvación que viene de Jesucristo y no de los hombres; que lo transparentan a Él y a su Misterio salvador, y no a las realidades de este mundo –de la naturaleza, de la historia humana, incluso, de la pura religiosidad natural…–. Los sacramentos –la Iglesia en su estructura visible fundamental– son propter homines –para los hombres–, pero no ex hominibus, no proceden de la acción o iniciativa y fundación humanas. Si fuera de otro modo, el encuentro salvador del hombre con Jesucristo hubiera resultado sencillamente imposible.
2. A la Eucaristía se ordenan todos los sacramentos de la Iglesia y de ella reciben la plenitud de su sentido, porque en este sacramento, «culmen y fuente de toda la vida cristiana», se renueva y actualiza perpetuamente hasta el final de los tiempos la Pascua del Señor: «el paso» de Jesús por la muerte de cruz y la resurrección de entre los muertos a la gloria del Padre. En la Eucaristía se ofrece el Cuerpo y la Sangre de Cristo por el pecado de los hombres hasta que Él vuelva. El sacrificio del amor inenarrable de Cristo, que ofrece en oblación su Cuerpo y su Sangre derramada en el Calvario al Padre por la salvación de los hombres, se pone en manos de la Iglesia por medio del ministerio sacerdotal de los sucesores de los apóstoles y de sus cooperadores, los presbíteros, para que pueda incorporarse a Él con la vida de sus hijos ininterrumpidamente. Estos, «al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a si mismos con ella» (LG, 11; cf. SC, 9). «Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno» (SC, 7). Por el sacramento de la Eucaristía, la Iglesia hace suya, época tras época, día tras día, domingo tras domingo, a lo largo de cada año litúrgico, la Pascua del Señor, avanza en el sintonizar los caminos de la historia con el ritmo del «paso» de Cristo por la cruz a la resurrección en una creciente identificación con Él.
2. La Eucaristía – Sacramento de la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo
1. La celebración de la Eucaristía es la celebración del sacrificio glorioso de Cristo en la cruz, es ella misma sacrificio, y a la vez banquete pascual del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. No, no se puede dudar del realismo misterioso y sublime de lo que constituye el manjar y la bebida del banquete eucarístico. Cuando Jesús anuncia a los judíos que el Padre les dará un verdadero pan del cielo, un pan que dará la vida para siempre, y no como el maná en el desierto que no libraba de la muerte, y lo identifica con su Cuerpo, el escándalo ya está servido: «Discutían entre sí los judíos y decían: ‘¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?'» (Jn 6,52; cf. 6,29-33). El escándalo continuaría hasta hoy. Pero Jesús se muestra imperturbable y firme en la respuesta: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54).
2. Es más, la participación plena en el sacrificio pascual de Cristo sólo es viable por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre. ¿Cómo puede pretender el hombre participar de los frutos de la cruz de Cristo, de abrirse «paso» a la gloria de la resurrección, si elude la entrega de su cuerpo y de su sangre, de su vida entera, a Cristo en la realidad inequívoca de su Cuerpo y de su Sangre, comulgándolo con todos sus hermanos? Por la comunión eucarística cada hombre, unido a la Iglesia, hace suya hasta las últimas consecuencias del amor sacrificado, la oblación del Cuerpo y de la Sangre del Hijo de Dios, hecho hombre, de Cristo, el supremo y eterno sacerdote, ofrecida al Padre por la salvación del mundo. Sólo así, por la participación en el Banquete del sacrificio eucarístico todo bautizado –»ordenados» y laicos–, son capaces de incorporarse con toda su existencia a la función sacerdotal de Jesucristo y a su sacrificio perenne de alabanza al Padre, de tal manera que «todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradable a Dios por Jesucristo (cf. 1 Pe 2,5), que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor» (LG, 34).
3. La Eucaristía – Sacramento de la presencia real de Cristo -«Donde vive Jesús»
1. En el sacramento de la Eucaristía, como sacramento de la Nueva y eterna alianza, en el que se comulga el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sacerdote y víctima del sacrificio pascual, se incluye por necesidad teológica «su presencia real». Con tal grado de realidad que el Señor podrá afirmar: «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él» (Jn 6,55-56). Las palabras de Jesús en toda la enseñanza del Nuevo Testamento son de una expresividad tan intensa que la Iglesia desde sus primeros momentos no ha dudado nunca que en la Eucaristía después de las palabras de la consagración y en virtud de la fuerza del Espíritu Santo, el pan deja de ser pan y el vino deja de ser vino, para convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, su Señor y Salvador, hasta tal punto de que pueda y deba hablarse de cambio de sustancia de las especies eucarísticas, de «transustanciación». Se pueden engañar los sentidos –visus, tactus, gustus in te fallitur, canta el bellísimo himno eucarístico medieval–, pero no la fe en lo que dijo el Hijo de Dios.
2. Hoy, como en otros tiempo de la Iglesia, se ha intentado reducir o minimizar lo que algunos llaman «realismo excesivo» de la doctrina de la Iglesia, pero no sin el efecto de manipulación humana del Misterio de nuestra fe, por excelencia. Una vez más se produce el intento de someter a Dios y a su acción salvadora en Jesucristo a nuestros esquemas: a los de una razón temerosa y celosa de su poder intelectual y a los de una voluntad a la que asusta un horizonte de libertad abierto sin condiciones al amor de Dios, a su santa voluntad.
3. Por ello, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, no se limita sólo al acontecimiento de la celebración del sacrificio de la santa Misa, y a ese momento, sino que perdura mientras que perduren las especies consagradas. Estas, después de la consagración, no son ya pan ni vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Son Cristo vivo. Allí vive el Cristo que ofrece su sacrificio pascual, único y eterno, consumado en la gloria del Padre por la salvación de los hombres de todos los lugares y de todas las épocas, con una cercanía insuperable a su Iglesia, a cada uno de nosotros, en aquello que nos afecta en lo más íntimo de nuestra existencia, cuando está en juego la fidelidad a su gracia y a su amor. Jesucristo vive en la Eucaristía con su corazón abierto, de par en par, a todos los hombres: a los pecadores, a los que dudan y vacilan, a los cansados y agobiados, a los niños y a los ancianos, a los sanos y a los enfermos… esperando a los alejados y a los que no le conocen. Es el Jesús del camino de Emaús que parte y bendice el pan y se queda con sus discípulos. Es el Jesús del viático permanente para el hombre que peregrina por los caminos de la historia, todavía amenazada por el pecado y por la muerte.
4. Vivir con Jesús en la Eucaristía: condiciones y exigencias
1. El que busca a Jesús con sencillez de corazón, el que anhela sumergirse en la luz salvadora de su rostro, ha de enderezar sus pasos de hombre y de cristiano al encuentro de la Eucaristía. Sólo allí podrá vivir con plenitud la experiencia de su amor, como peregrino de la vida, en la oscuridad del mundo. Sólo en la Comunión eucarística puede tener lugar el abrazo del hombre con Cristo crucificado y resucitado de verdad: en la verdad de la Pascua de Cristo, que se actualiza y en la verdad del hombre perdonado y liberado de la esclavitud del pecado, ansioso de amar con Cristo y como Cristo.
La Eucaristía representa la coronación del proceso de iniciación cristiana. Cuando el hombre por la fe, la penitencia y el bautismo, confirmado por el don del Espíritu Santo, se ha convertido plenamente a la vida nueva de la Pascua del Señor, necesita dar el paso final del sacramento de la Eucaristía, del fundirse «realmente» con la carne y la sangre de ese sacrificio de esa víctima, Jesucristo resucitado. Y, por igual razón, si alguien rompe por el pecado grave la Nueva alianza en su vida, habrá de recurrir de nuevo a la vía sacramental del perdón y de la penitencia, a la que los santos Padres llamaban «la segunda tabla» de la salvación: el sacramento de la penitencia. Acceder a la comunión eucarística con conciencia de pecado grave, no perdonado en el contexto sacramental de la Iglesia, es atentar contra el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es atentar también contra la Iglesia y los hermanos. No se puede olvidar la palabra de Jesús de que antes de ofrecer el sacrificio, reconcíliate con tu hermano.
2. Pero el que vive con conciencia limpia la vida eucarística de Jesús, también descubre la riqueza del trato con Él, presente en el sagrario. Con la finura espiritual, alimentada por los dones del Espíritu Santo, propia de los que han descubierto el amor misericordioso de su corazón, se da cuenta de como se abre un espacio personal y eclesial, nuevo e inaudito, para la adoración, la alabanza, la permanente acción de gracias, y para la expiación incesante por los pecados de los hombres de cada época. La participación en el sacrificio y banquete de la Eucaristía conduce a las almas, conscientes de la cualidad sacerdotal de toda existencia cristiana, a vivir la plenitud de la piedad y el culto eucarísticos fuera de la Misa. En ese tú a tú de Jesucristo sacramentado y del alma cristiana que ora y vigila perennemente junto a Él es donde se aprende y practica el verdadero diálogo de amor, en el que se expresa y vive la contemplación del cristiano.
3. Cristo espera a los jóvenes de hoy en el sacramento de la Eucaristía, en el sagrario, en la oración cultivada y experimentada eucarísticamente. Los espera en la irrepetible singularidad de cada persona y de cada vida –¿conocéis la anécdota del campesino de Ars, que se pasaba horas y horas sentado ante el sagrario, en apariencia mudo e impasible, pero que a la pregunta de su santo párroco, san Juan María Vianney, por lo que estaba haciendo, responde: «Yo le miro y Él me mira»?–, y los espera en la «comunión de la Iglesia». Esa es «la nota» por la que se distingue el vivir con Jesús en la Eucaristía de cualquier otro aspecto o momento del encuentro con Él, que sólo es posible en «comunión»: con su Cuerpo y su Sangre y con la Iglesia y los hermanos.
Sí, por ello, sólo está dispuesto a la misión, a dar testimonio de Cristo ante los hombres, aquel que lo ha conocido, que vive con Él en el misterio del sacramento de la Eucaristía.
Sí, por ello, la Iglesia celebra la Eucaristía todos los domingos para todos sus hijos. Convocándolos con las exigencias de una madre. La participación en la Eucaristía dominical es condición básica para su vida cristiana. La celebra diariamente porque quiere que todos sus hijos puedan crecer sin cesar en Cristo en su vocación a la santidad. Invita a la piedad eucarística porque conoce las necesidades diarias de sus fieles y toda la humanidad.
En la Eucaristía vive Jesús tan cercano, que se le puede cantar con santa Teresa de Jesús:
«Véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.
Vea quien quisiere
rosas y jazmines,
que, si yo te viere,
veré mil jardines;
flor de serafines,
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego.»
Sí, el que ve a Jesús en la Eucaristía, muere al pecado y a la las fuerzas del mal y «al príncipe de este mundo», y vive siempre para Dios.