Mis queridos hermanos y amigos:
En la oración-colecta del quinto domingo de Pascua la Iglesia hace una súplica que podía sonar a los oídos de nuestros contemporáneos, por un lado, extraordinariamente sugestiva −se pide al Señor que podamos alcanzar “la libertad verdadera”− pero, por otro, extraña a su mentalidad habitual: se pide también alcanzar “la herencia eterna”. La cultura materialista que nos envuelve, sin el horizonte de una vida que alcanza más allá de la muerte −¡la felicidad es cosa de este mundo!−, no puede entender que, para que se pueda poseer y gozar la libertad de verdad, es preciso vincularla internamente con la esperanza de la vida eterna. Sin embargo, no hay mayor esclavitud que la de sentirse atrapado sin remedio por la muerte y su fatal certeza. El miedo a la muerte es un gran enemigo de la libertad verdadera. O se entiende la libertad y se la vive como la gran posibilidad del hombre de encontrar y de realizar la gran verdad del amor o la libertad pierde todo su sentido como la cualidad innata al ser del hombre −¡a su espíritu!− para poder llegar a su realización plena como imagen de Dios Creador y criatura llamada a ser hijo de Dios Padre en el tiempo y en la eternidad. Si se hace uso de la libertad, moral y espiritualmente, para elegir el mal que destruye al hombre y no para abrirle y conducirle por el camino del bien que lo salva y hace bienaventurado, ésta se está perdiendo a sí misma en lo más esencial y decisivo de su función para lograr una vida digna de la persona humana y de su vocación para la felicidad. Sigue leyendo