Mis queridos hermanos y amigos:
Celebramos hoy este Sexto Domingo de Pascua con la atención y la mirada del alma puesta en nuestros enfermos. Con toda la legitimidad pastoral que proviene de una multisecular tradición impregnada de piedad popular hablamos de la Pascua del enfermo. Porque, efectivamente, en la celebración del Misterio pascual por parte de la Iglesia y, particularmente, de sus comunidades parroquiales nuestros enfermos han de ocupar un lugar distinguido. ¿Cómo no recordar aquella bella costumbre, profundamente arraigada en la fe de los sencillos, de llevarles solemne y públicamente la Sagrada Comunión en sus domicilios y en los hospitales? Los enfermos son los principales protagonistas de ese completar en su carne “lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,14). En Jesucristo Crucificado y Resucitado ¡en su amor infinitamente misericordioso y derramado sobre el mundo! encuentran ellos y, con ellos, la Iglesia “el sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a todas sus preguntas” (cf. Juan Pablo II. SD, 31). No hay un camino más excelente que el hombre −y, con él, la Iglesia− puedan recorrer en el transcurso de la historia para sembrar y cosechar amor −¡amor verdadero! ¡amor que salva!− que el del dolor asumido con Cristo, por Cristo y en Cristo Resucitado. El dolor, de la naturaleza que sea, aceptado, vivido y ofrecido con Él al Padre en la comunión del Espíritu Santo se convierte en el instrumento más eficaz del triunfo de la Resurrección en la vida de cada persona y en la vida de la sociedad. Los enfermos se cuentan, por ello, en la Iglesia entre los primeros evangelizadores de sus propios hermanos y entre los más profundos transformadores de las realidades temporales. Sin su contribución indispensable a la expansión del amor salvífico del Resucitado dentro y fuera de la comunidad eclesial, cualquiera de los empeños o acciones apostólicas y evangelizadoras de la Iglesia se quedarían sin su nervio más auténtico, perdiéndose cuando no en la insignificancia, sí, siempre, en la superficialidad de sus contenidos y efectos. Sigue leyendo