ORAR POR EL PAPA. Gozo y deber de la Iglesia

Mis queridos hermanos y amigos:

Cuando en una de las primeras y más sangrientas persecuciones que sufren los apóstoles y los cristianos de la primera hora el Rey Herodes manda pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan, y detiene a Pedro, encarcelándolo, “la Iglesia oraba a Dios por él”. Fue escuchada y Pedro liberado milagrosamente por un Ángel del Señor (cfr. Hech 12, 1-11). Las insidias y ataques del “enemigo” por excelencia de la obra de Cristo van a sucederse desde el principio de la historia de su Iglesia ininterrumpidamente hasta nuestros días. Y el resultado será siempre, finalmente, idéntico: la asistencia del Señor, del Buen Pastor, la protege y la cuida eficazmente de tal modo que siempre sale ilesa de la mano de sus enemigos, instrumentos más o menos inconscientes del oscuro poder que se levanta contra el poder salvador de Jesucristo, establecido victoriosamente en la Cruz, y del que la Iglesia es como “su Sacramento” que nunca le fallará hasta que El vuelva en Gloria y Majestad. En ese camino de Cruz y de Gloria, de la luz del Evangelio que se impone siempre a la oscuridad de la increencia y del pecado, el papel de Pedro, el primero y el cabeza de los Apóstoles, fue decisivo al comenzar la comunidad de los creyentes en Cristo su andadura por el mundo y por su historia, y continua siéndolo hoy. Es su fe, en el testimonio y proclamación de la misma, “la piedra” sobre la que se hará firme la fe de sus hermanos, los demás Apóstoles, y la que sustentará la fe de toda la Iglesia. Sigue leyendo

LA CATEDRAL NTRA. SRA. LA REAL DE LA ALMUDENA. Veinte años después de su consagración

Mis queridos hermanos y amigos:

Ayer se cumplían veinte años del día de la consagración de nuestra Santa Iglesia Catedral, en la tarde del 15 de junio de 1993, efectuada por Su Santidad el Beato Juan Pablo II, dedicándola a Ntra. Sra. La Real de La Almudena, nuestra Patrona, y siendo nuestro Arzobispo el Cardenal D. Ángel Suquía Goicoechea. Los fieles de la Archidiócesis de Madrid, herederos de una más que milenaria tradición cristiana de su pueblo −el pueblo madrileño de todos los tiempos− nunca interrumpida, participaron con gozo jubiloso en la acogida al Santo Padre y en la celebración litúrgica presidida por él. Se colmaba uno de los anhelos más larga y más hondamente sentidos por sus mayores desde hacía casi cinco siglos. Ya el Emperador Carlos I pensó en elevar la Iglesia Parroquial de Santa María a Catedral (Bula de León X, de 23 de julio de 1518). Se trataba  probablemente de la parroquia más antigua de Madrid, que situaban los historiadores en “la Almudena”, la zona típicamente militar de las ciudades musulmanas. Sigue leyendo

HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Plaza de la Almudena, 2.VI.2013; 19’00 horas

(Gén 14, 18-20; Sal 109, 1. 2. 3. 4; 1º Cor 11, 23-26; Lc 9, 11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1.      La celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo ha servido a la Iglesia desde hace muchos siglos −el Papa Urbano IV instituyó la Fiesta litúrgica en 1264− para proclamar la fe en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, Sacramento del Altar y del Banquete eucarístico; para venerarlo, adorarlo solemnemente y aclamarlo como “culmen y fuente” de toda la vida cristiana, en expresión del Concilio Vaticano II. ¡Cristo está realmente aquí! ¡Dios está aquí en las especies eucarísticas consagradas por el sacerdote! En aquellos años muy lejanos de la institución litúrgica de la Fiesta estaba en juego el reconocimiento de la verdad plena de la Eucaristía. Verdad que ya había resultado escandalosa para los primeros oyentes de Jesús. “Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»” (Jn 6,52). Aceptar la verdad de las palabras del Señor −“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” y “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 55-56)− costaba a los contemporáneos del Maestro y les costaría, luego, en todas las épocas de la historia cristiana, a los realistas escépticos, los racionalistas puros y orgullosos y a los soberbios de corazón. Les costaba especialmente a los que desde los tiempos de la Ilustración miraban a la Iglesia desde las afueras de la fe y desde la prepotencia moderna de la razón científica que se consideraba poco menos que infalible. En no pocos casos, desde entonces, la duda haría presa también en hijos e hijas suyas, tentados y fascinados por la argumentación racionalista, sin que cayesen en la cuenta de que la pérdida o el cuestionamiento de la fe eucarística en la hondura de su significado salvífico comportaba la pérdida de la fe en la Iglesia misma “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Lo que resultaba tanto más llamativo cuanto más se podía comprobar que al decaer la fe en la verdad de la presencia y actualidad eucarísticas de la persona de Jesucristo y de su acción salvífica, se tambaleaba inevitablemente la fe en Dios Creador cercano y providente: en el Dios que sale al encuentro del hombre en la Encarnación y en la Pascua de su Hijo Unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, y que le acompaña en el camino de su existencia terrena hacia la meta gloriosa de la eternidad. Sigue leyendo