HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Plaza de la Almudena, 2.VI.2013; 19’00 horas

(Gén 14, 18-20; Sal 109, 1. 2. 3. 4; 1º Cor 11, 23-26; Lc 9, 11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1.      La celebración de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo ha servido a la Iglesia desde hace muchos siglos −el Papa Urbano IV instituyó la Fiesta litúrgica en 1264− para proclamar la fe en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, Sacramento del Altar y del Banquete eucarístico; para venerarlo, adorarlo solemnemente y aclamarlo como “culmen y fuente” de toda la vida cristiana, en expresión del Concilio Vaticano II. ¡Cristo está realmente aquí! ¡Dios está aquí en las especies eucarísticas consagradas por el sacerdote! En aquellos años muy lejanos de la institución litúrgica de la Fiesta estaba en juego el reconocimiento de la verdad plena de la Eucaristía. Verdad que ya había resultado escandalosa para los primeros oyentes de Jesús. “Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»” (Jn 6,52). Aceptar la verdad de las palabras del Señor −“Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” y “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 55-56)− costaba a los contemporáneos del Maestro y les costaría, luego, en todas las épocas de la historia cristiana, a los realistas escépticos, los racionalistas puros y orgullosos y a los soberbios de corazón. Les costaba especialmente a los que desde los tiempos de la Ilustración miraban a la Iglesia desde las afueras de la fe y desde la prepotencia moderna de la razón científica que se consideraba poco menos que infalible. En no pocos casos, desde entonces, la duda haría presa también en hijos e hijas suyas, tentados y fascinados por la argumentación racionalista, sin que cayesen en la cuenta de que la pérdida o el cuestionamiento de la fe eucarística en la hondura de su significado salvífico comportaba la pérdida de la fe en la Iglesia misma “como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Lo que resultaba tanto más llamativo cuanto más se podía comprobar que al decaer la fe en la verdad de la presencia y actualidad eucarísticas de la persona de Jesucristo y de su acción salvífica, se tambaleaba inevitablemente la fe en Dios Creador cercano y providente: en el Dios que sale al encuentro del hombre en la Encarnación y en la Pascua de su Hijo Unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, y que le acompaña en el camino de su existencia terrena hacia la meta gloriosa de la eternidad. Sigue leyendo