Carta Pastoral del Cardenal-Arzobispo de Madrid para la Jornada Diocesana de los Misioneros Madrileños

Domingo 1º de junio de 2014

“Todos somos enviados con ellos»

 

Mis queridos diocesanos:

El Señor Resucitado ha llenado de esperanza y alegría nuestra tarea evangelizadora. Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, y queremos anunciar al mundo entero la buena noticia del amor de Dios por todos los hombres, especialmente por los que se sienten más frágiles y abandonados. Ellos han de oír la voz del Maestro que les llama a la conversión y a alcanzar la felicidad y la Vida eterna.

El próximo 1º de junio la Iglesia concluye este tiempo de pascua, que nos ha estado recordando continuamente lo mucho que el Señor nos da  y cómo cuenta con nosotros. Celebraremos la Solemnidad de la Ascensión. El Señor se va, vuelve al Padre. Pero no abandona a nadie de aquellos por los que ha dado su vida. No. El Señor no nos ha olvidado. Desde ese día, en el que los apóstoles le contemplaron subiendo a los cielos, hasta hoy, su presencia es real entre nosotros. En la Eucaristía, en la Iglesia, en los necesitados, Cristo se hace presente y nos acompaña, nos consuela, fortalece y anima. Sigue leyendo

Alvaro Portillo

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El Papa Francisco ha promulgado recientemente el decreto de beatificación del Venerable Álvaro del Portillo. Sacerdote nacido y ordenado en Madrid. Un madrileño universal. La celebración en la que será proclamado Beato tendrá lugar, Dios mediante, el sábado 27 de septiembre en Madrid, en Valdebebas, precisamente en este año en que festejamos el centenario de su nacimiento. Presidirá el Cardenal Amato, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, como delegado especial del Santo Padre. Al día siguiente se celebrará, en el mismo lugar, la Eucaristía de acción de gracias. La beatificación del Venerable Álvaro del Portillo supone un gran gozo para toda la Iglesia y de modo muy singular para nuestra Archidiócesis. Su figura se une a la de tantos de sus hijos e hijas que en el siglo XX vivieron su específica vocación cristiana heroicamente como una vocación para la santidad. Algunos de ellos se veneran en la Santa Iglesia Catedral de Nuestra Señora la Real de la Almudena. Los santos hacen la Iglesia; y la Iglesia necesita, sobre todo y ante todo, de mujeres y hombres santos. Damos gracias al Señor por tantos madrileños, comenzando por nuestro Patrón, San Isidro, que han vivido entre nosotros, han trabajado, se han entregado a Dios y han sido fieles hasta la muerte alcanzando la santidad. Sigue leyendo

HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid en la Solemnidad de SAN ISIDRO LABRADOR Patrono de la Archidiócesis de Madrid 2014

HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Madrid

en la Solemnidad de SAN ISIDRO LABRADOR

Patrono de la Archidiócesis de Madrid

Colegiata de San Isidro; 15.V.2014; 11’00 horas

(Hch 4,32-35; Sal 1,1-2.3.4 y 6; San 5,7-8.11.16-17; Jn 15,1-7)

 

 Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

I. La solemnidad de San Isidro Labrador Patrono de Madrid nos reúne de nuevo para festejar su memoria en el día de su fiesta de este año 2014 con la celebración de la Eucaristía: el memorial de la Pasión y Resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre.

 En su actualidad o, dicho con otras palabras, en su constante actualización en el Sacramento de la Eucaristía se entiende la vida de los santos; mejor aún, la figura de aquella persona a quien llamamos santo y que la Iglesia ha reconocido y reconoce como tal, como es el caso de San Isidro Labrador. A la luz de la memoria actualizada y viva sacramentalmente del Misterio Pascual del Señor, de su Cruz y de su Resurrección de entre los muertos, y como su fruto más precioso y valioso para el hombre y su destino y, más concretamente, para Madrid y los madrileños, es como queremos contemplar y venerar hoy al Santo Patrono de Madrid. Sigue leyendo

EL DERECHO AL TRABAJO. Un bien imprescindible para el digno desarrollo de la persona y de la sociedad

Mis queridos hermanos y amigos:

Hemos celebrado un año más el día primero de Mayo como Fiesta del Trabajo y, en la Iglesia, como la Fiesta de San José Obrero. En el origen de la Fiesta del Trabajo o el día de los trabajadores, se encontraba un panorama social de la historia moderna de la economía, de la sociedad y del Estado caracterizada por la llamada “revolución industrial”. Una de sus consecuencias más problemáticas es lo que se conoce como la explotación de la clase obrera. El problema de una justa, buena y beneficiosa relación entre el trabajo y el capital se convierte en “la cuestión social” por excelencia del mundo industrializado de los siglos XIX y XX. ¿Era suficiente para resolverla el recurso a una política coherente y a un ordenamiento jurídico, inspirado y conformado por el valor de la justicia? ¿De qué justicia?: ¿una justicia entendida de forma pura y desnudamente contractual? Evidentemente, no. Era preciso ampliar los contenidos y el radio de expresión y de realización de la justicia en la firme dirección de la salvaguardia y promoción de la solidaridad entre las personas, las familias y el conjunto de la sociedad. La medida para que se logre una verdadera justicia social será la consecución del bien común, es decir, el bien resultante de la garantía de unas condiciones de vida que permitan el digno desarrollo personal de todos y de cada uno de los que forman la comunidad política. Entendida ésta no sólo como un Estado soberano, autosuficiente y encerrado en sí mismo, sino como cada vez más intensamente entrelazado e intercomunicado con la comunidad internacional: con todos los pueblos que comprende la familia humana. Superar la cuestión social y resolverla justa y solidariamente implicaba un desafío no sólo social, político e institucional formidable, sino también un reto moral y espiritual ineludible si se quería avanzar por la vía de la verdadera reforma y de la renovación auténtica de la sociedad moderna y contemporánea: ¡de nuestra sociedad! La responsabilidad de los cristianos, más aún, de la Iglesia respecto a la necesaria respuesta a esa dimensión profunda del problema, en el plano de la conciencia moral y de la conversión espiritual, fue asumida pronto por el Magisterio de los Papas del siglo XX y, por supuesto, del Concilio Vaticano II. Su aportación más constante y fundamental fue la de la consideración del trabajo humano y, por lo tanto, del derecho al trabajo como un bien básico y, consiguientemente, imprescindible para el desarrollo digno de la persona humana, inserta en una familia y en una determinada comunidad socio-económica, cultural y política. Ambas, familia y sociedad, con un futuro incierto, si no se promueven y abren las posibilidades de un trabajo digno para todos los ciudadanos capaces de ejercer una actividad justamente remunerada. No será posible hablar de justicia social y de solidaridad y menos de “caridad en la verdad” (Benedicto XVI) si todos los instrumentos y factores económicos, sociales y políticos, nacionales e internacionales (ya “globalizados”) no se empeñan en asegurar a toda persona capaz y dispuesta a trabajar la posibilidad de una ocupación digna: retribuida debidamente y regulada como vía apropiada para su desarrollo personal, libre y comprometido en el ámbito de la familia y de la vida social y cultural de su pueblo abierto a la cooperación internacional. O, dicho con palabras recientes del Papa Francisco, porque “no hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o «“un decoroso sustento”» sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno». Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que está destinados al uso común”. (EG, 192). En la actual situación de la economía mundial globalizada, sin regulación jurídica suficiente y exigente, para defender, promover y garantizar el derecho al trabajo, Benedicto XVI introduce un criterio de comportamiento ético, jurídico y político decisivo: el de que ha de darse el paso eficiente y resuelto a que “en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria”, sin “olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad”. Porque “esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo” (Caritas in Veritate, 36). En definitiva, una exigencia lógica de la experiencia cristiana de la vida como una respuesta de amor a un amor más grande: el de Dios que nos ha salvado por la muerte y resurrección de su Hijo. Sigue leyendo