Mis queridos hermanos y amigos:
Jesús comienza lo que se conoce desde la antigüedad cristiana como su “vida pública” acudiendo al río Jordán para que Juan, el conocido también desde los inicios de la comunidad cristiana como “el Bautista”, le bautizase. San Lucas narra el momento con escueta y, a la vez, sublime precisión: “y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre Él con la apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado en ti me complazco». Jesús al empezar tenía unos treinta años…” (Lc 3, 21-23). Israel estaba viviendo una situación extraordinariamente inquieta y agitada política, social y religiosamente. Juan, de la familia sacerdotal de Zacarías, educado en el ambiente de los justos y sencillos de un pueblo dolorido, dividido y sometido a formas tiránicas de poder, aunque consciente de sus propias y reiteradas infidelidades respecto de la Ley y de la Alianza, siente la necesidad de revivir la expectación del Salvador prometido a sus antepasados por sus grandes y más fervorosos y fieles profetas. Sin duda, resonaban en sus almas palabras vibrantes y esperanzadoras del Profeta Isaías: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará” (Is 42, 1-14). ¿Cómo no iban, pues, a reconocer en aquella dramática coyuntura histórica los mejores hijos de Israel en la voz de Juan penitente en el desierto, predicando un bautismo de conversión en toda la comarca del Jordán, una apremiante llamada de Dios −quizá la última− para acoger y recibir la gracia de la salvación, o mejor aún, al Salvador mismo, al Mesías anunciado a sus padres ya en el desierto, camino de la tierra prometida? De hecho, dudaban. Juan tuvo que convencerles que su bautismo les abría el camino a quien les iba a bautizar después con “el Espíritu Santo y fuego”: él es solamente “Una voz que grita en el desierto”, que prepara el camino del Señor (Lc 3.4). Sigue leyendo